Día Veintiuno

Por: Andrea Chirinos C.

El último día de la tercera semana nadie salió a aplaudir.

Al menos no hasta los tres o cuatro minutos pasadas las 8:00 de la noche, la famosa hora de los aplausos, lo cual era bastante, considerando que muchas veces estos habían comenzado a las 7:59 o hasta 7:58 de la noche.

Sí. Era altamente probable que ella haya estado llevando la cuenta del primer aplauso que se oía en el condominio. Quizás para que cuando todo pase pueda presentarlo a IPSOS y sacar algunas conclusiones al respecto.

Podía pasarse días enteros ideando marcas, productos y todo tipo de negocios. No solo para después de la cuarentena, sino para todo lo que nos espera conviviendo con un virus.

Tampoco era que tuviera mucho por hacer, o que quisiera hacer.

El tiempo había conseguido expandirse en su departamento y despertarse temprano ya no era sinónimo de buenos hábitos sino más bien, ahora solo le agregaba horas de ansiedad y falta de rutina.

Le había tocado pasar la cuarentena sola.

Su hermano se había ido con la novia, o pronto a ser novia, y su mamá había viajado al sur para acompañar a su papá que aseguraba estar grave. A pesar de la fama de hipocondríaco que tenía, ella prefería creerle esta vez a no tener que creerle nunca más, si nos queremos poner pesimistas.

Aunque al comienzo la idea no le molestaba, ahora contaba los días para salir y adoptar a un perrito. El primero que la mirara y le moviera la cola se iría con ella, de eso no había duda.

Con tantos días sin salir del departamento, había concebido distintas maneras de evitar la monotonía. Nunca dormía en la misma cama, por ejemplo, y podía comer en cualquier espacio de la casa a cualquier hora.

Excepto los domingos.

Los domingos se esmeraba en cocinar, se arreglaba un poco y almorzaba en el balcón. Allí, acompañada de un Tempranillo y ese viento helado que anunciaba el cambio de estación, observaba a sus vecinos e imaginaba conversaciones.

Solo había algo que siempre le daba orden a sus días: la hora de los aplausos.

Por más tonto que suene y aunque muchos ya no salgan por sus ventanas o sus balcones a aplaudir, esos cortos minutos de algo similar al contacto social significaban muchísimo para aquellas personas que tenían el reto de pasar los 28 días por su cuenta.

Miró ansiosa la hora. 8:02 y no se escuchaba nada de los 223 departamentos que compartían el espacio.

¿Se habrán quedado dormidos? – pensó – ¿Tendré mal la hora?

Hasta hace unos días, salían un par de niñas con unas ollas y cucharas de madera para despertar al resto y prepararlos para la ronda de aplausos y gritos.

Hasta hace unos días, un señor mayor se levantaba con dificultad y se acercaba al balcón para aplaudir con su señora.

Hasta hace unos días, la niña del piso de arriba gritaba ¡Viva el Perú! y casi nadie de respondía, pero era tan insistente que siempre había alguien respondiendo ¡Que viva! para que se calle.

Esos aplausos le recordaban a la gente que eran tiempos de mierda, pero que había personas allá afuera haciendo lo mejor posible para acortar estos tiempos.

Entonces se acercó al balcón y empezó a aplaudir con timidez. La señora del segundo piso de la torre D la siguió y poco a poco, aumentó la bulla, los gritos y esa sensación de compañía que tanto había necesitado durante el día.