Un mosquito en cuarentena

Por: Gonzalo Carpio P.

En la segunda noche de cuarentena, luego de tomar una ducha, la octava del día, acostado en mi cama listo para dormir, reflexionaba un poco sobre la situación que nos está tocando vivir y en la importancia de cumplir al pie de la letra con este aislamiento social como medida para frenar el avance de este virus que ha puesto al mundo o, mejor dicho, a los que habitamos en él, a girar más lento.


Ya con los ojos cerrados y en plena reflexión, sentí un zumbido muy cercano a la oreja izquierda, un mosquito sobrevolaba insistentemente por mi cabeza. Me incorporé de inmediato, encendí la lámpara de mi velador, me levanté de la cama, cogí una pantufla e inicié la cacería. Observé minuciosamente centímetro a centímetro el techo de mi habitación sin éxito alguno, pasé a hacer lo mismo con las paredes y cada rincón del dormitorio sin resultado favorable. Luego de varios minutos de intensa búsqueda decidí suspender la misión. Volví a la cama con la esperanza de que mi enemigo de turno hubiera perecido producto de la corta existencia de estos bichos.  A pesar del calor propio de esta época del año, tomé la sábana y me cubrí de pies a cabeza, logrando quedarme dormido.

Horas más tarde, un nuevo zumbido me despertó. El mosquito seguía vivito y coleando, o vivito y picando en este caso. Me di cuenta que había sido atacado de manera artera y cobarde aprovechando mi sueño profundo. Tenía varias picaduras en las piernas. Nuevamente prendí la lámpara del velador, tomé la pantufla e inicié la búsqueda. Mientras lo hacía, una interrogante vino a mi cabeza. Me preguntaba si el mosquito era hembra o macho, esto porque los machos tienen un periodo de vida de aproximadamente una semana versus los 10 a 15 días que viven las hembras. Era importante saber el sexo del animal pues de esa manera podría hacer una proyección del tiempo que estaría expuesto a sus picaduras si es que no lo eliminaba. Luego, en base a información obtenida, entendí que era hembra, pues son las únicas que necesitan de la sangre de los mamíferos para garantizar su reproducción, mientras que los machos tienen una alimentación más sana y menos agresiva, se alimentan de néctar y jugos de frutas.

Mi búsqueda fracasó nuevamente. Esto, sumado a la certeza de que el bicho era hembra, no hacía más que confirmar que era absolutamente necesario encontrar al mosquito y exterminarlo, de lo contrario estaba condenado a pasar la cuarentena, no solo con este enemigo ya identificado, también se iba a sumar su familia, por lo que mi integridad física corría grave peligro. Me acosté de nuevo, prácticamente dormí con un ojo el resto de la noche. Sin embargo, no recibí ni una sola picadura más en las horas restantes. No cabe duda que el insecto había comido en demasía, pues pude contar 8 picaduras las recibidas.

Al despertar en la mañana, lo primero que vino a mi cabeza fue el bicho. No había vuelto a aparecer en lo que quedó de la noche. Era lógico, después del banquete que se dio seguro aún estaba lleno, Pasaron las horas de la mañana y toda la tarde, y ni luz del insecto.  Esta situación de incertidumbre producía en mí cierto temor. Más aun habiendo ido a la bodega de la esquina de mi casa provisto de mi mascarilla como protección frente al contagio y comprobar que el Vape, el espiral y cuanta forma de insecticida que existiera se encontraba agotado, debido a la histeria colectiva generada días anteriores al decreto de la cuarentena.

Llegó la noche y con ella, la certeza de que en las siguientes horas se iban a producir sangrientas batallas entre el díptero y este humilde mortal. Me apertreché adecuadamente. Un par de pantuflas y dos pares de chancletas fueron acomodadas en fila al costado derecho de mi cama y al alcance de mi mano para reaccionar de inmediato en el momento en que fuera atacado. Encima de mi velador, dos revistas y hasta la edición conmemorativa de “Un mundo para Julius” de Bryce formaban parte también de mi armamento. Estaba listo, solo quedaba esperar pacientemente.

Comencé mi ritual nocturno. Tomé una ducha, me cepillé los dientes, una última mirada al celular y listo. Apagué las luces y semisentado apoyado al espaldar, con una de las revistas doblada a la mitad en la mano, esperé ansioso el ataque de mi rival. Pasaron los minutos que luego se convirtieron en horas y el cansancio me venció quedándome dormido sin recibir agresión alguna hasta ese momento. De pronto sentí el zumbido por mi oreja, pero esta vez de lado derecho. Prendí la lámpara, pero ya era demasiado tarde. Fui asestado con múltiples picaduras en las piernas con crueldad, ventaja y alevosía. El bicho había sido más paciente, mantuvo actitud vigilante hasta encontrar el momento exacto en que atacar. Lo imaginaba observándome desde su escondite en un lugar estratégico de mi habitación esperando a que me quede dormido para iniciar su feroz ofensiva. De hecho, así fue. A las picaduras anteriores, pude sumar siete más, lo cual me llevaba a pensar en dos opciones. El mosquito iba a volver a atacar o ya había quedado satisfecho con el banquete.

Decidí no volver a la cama hasta tomar revancha. No me iba a vencer un insecto por más astuto y veloz que fuera. Empezó la inspección de mi habitación, observaba con minuciosidad cada rincón, pero lo hacía despacio y en absoluto silencio, de tal forma que no se sintieran ni mis pasos. Levanté cuanto objeto encontré en el camino. De pronto giré mi torso hacia la derecha instintivamente y sin explicación lógica y ahí estaba, apostado en medio de la pared turquesa. Quedamos frente a frente listos para batirnos a duelo. Revista en mano me fui acercando sigilosamente, mientras que en mi imaginación sonaba el tema principal de “El bueno, el malo y el feo” que protagonizó Clint Eastwood. Logré acercarme a casi medio metro de la pared ya con el brazo levantado para descargar mi artillería y el mosquito permanecía inmóvil. Largué el golpe y simultáneamente el bicho alzó el vuelo. Separé la revista del fondo turquesa y no había rastro del mosquito. Con algo de frustración di vuelta lentamente a la revista para ver la cara que había impactado en la pared y ahí yacía mi enemigo, aplastado y vencido. Logré ganar esta batalla, por fin iba a poder dormir sin sobresaltos esa noche.

La noche siguiente, ya acostado, recordaba la cruenta batalla del día anterior y pensando en ella me quedé dormido. A las pocas horas, sentí un zumbido cercano a mi oreja derecha. Los deudos del mosquito habían venido a tomar venganza.