TERRORISMO NUNCA MÁS: Piensa en el Perú

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Carlos Raúl Paredes

En 1980 las noticias ya no se veían en blanco y negro, dos años antes había llegado la era del color a la televisión peruana; pero sin lugar a dudas el color que predominó en las noticias de los años ’80 y parte de los ’90 fue el rojo, rojo sangre.

Los jóvenes de entonces no veíamos «realitys» en la tele. «Esto es guerra» era de verdad, los protagonistas no eran cuerpos musculosos, eran solo cuerpos… pedazos de cuerpos ensangrentados, lanzados al aire por la explosión de algún coche bomba (a la vuelta de la esquina).

A inicios de la década del ’80 las noticias del terror llegaban de Ayacucho. Y tanto en Lima como en el resto del Perú vivíamos totalmente ajenos a esas historias desgarradoras. Con nosotros no era la cosa…

El 17 de mayo de 1980 Sendero Luminoso se estrenó por todo lo alto quemando las urnas electorales en la localidad de Chuschi (Ayacucho). El 3 de marzo de 1982 incursionó en la cárcel de Ayacucho, mató a los policías y liberó a más de 300 terroristas. Ese era solo el comienzo. Al año siguiente, el 3 de abril, Sendero mató a 69 campesinos en Yanaccollpa, Ataccara, Llacchua, Muylacruz y Lucanamarca (Ayacucho).

A propósito de Lucanamarca, 17 años después, en el 2000, llegué hasta el lugar de la matanza para realizar unas entrevistas periodísticas. Colocamos la cámara justo frente a la iglesia, en la plaza del pueblo, y solo parábamos de grabar para cambiar de cassette. Grabamos tres de 60 minutos cada uno.

Al escuchar los testimonios en las voces entrecortadas de padres, hermanos e hijos de los campesinos asesinados, me bastó con cerrar los ojos para transportarme a aquel domingo 3 de abril de 1983: Se podía respirar el olor de la barbarie, una mezcla de polvora y sangre. Las campanas de la vieja iglesia se quedaron quietas, frías y en silencio. En la plaza solo se escuchaba el sonido estremecedor de machetes, hachas, piedras y armas de fuego.

20 campesinos fueron obligados a tenderse en el suelo, previamente los terroristas separaron a los hombres de las mujeres y niños. Ahí, al pie de la iglesia, los que iban a morir solo atinaban a cerrar los ojos enjugados en lágrimas de impotencia, elevaban sus plegarias esperando un milagro. Y mientras rezaban, la sangre de sus familiares y amigos, la sangre de esa misma gente con la que alguna vez sembraron y cosecharon la tierra, con la que cada domingo iban a misa, les salpicaba en la cara.

En los crudos testimonios, en esos rostros marcados por el dolor y a través de aquellas voces que se quebraban de rato en rato como las paredes de la iglesia de Lucanamarca, pude ver cabezas rodando sobre un amasijo de sangre y tierra, piernas y brazos arrancados de sus cuerpos, así como hombres arrancados de su casa, de su familia, de su vida, para siempre. Sí, 17 años después de la masacre era como estar allí.

Pocos metros más allá, del otro lado del charco de sangre, niños y adolescentes sentían cada machetazo, cada hachazo, cada balazo como en carne propia y se desangraban también, pero por dentro, en silencio. No podían llorar por sus padres, ni gritar, ni dejar de ver la matanza, porque el cañón de un fusil senderista les apuntaba en la sien.

Unas cuantas horas antes, la columna senderista había arrasado pequeñas aldeas cercanas a Lucanamarca (Yanaccollpa, Ataccara, Llacchua, Muylacruz), donde mataron a hombres, mujeres y niños. Incluso recién nacidos fueron quemados. Sus cuerpos calcinados yacían sobre los restos de vísceras y sesos de sus madres que habían, infructuosamente, intentado salvarlos.

Abimael Guzmán -el mismo que podría salir indultado antes de fin de año si dejamos que el comunismo tomé el poder- había dado la orden de aniquilar a toda la población de Lucanamarca como “sanción ejemplar” por haberse rebelado y colaborado con las fuerzas armadas.

Lucanamarca solo fue la última escala de un recorrido que nos llevó por la ruta del terror, desde Chuschi hasta Uchuraccay, pasando por Vilcashuamán, entre otros poblados que fueron cuna de Sendero Luminoso.

Aquella tarde de domingo -año 2000- después de grabar el último testimonio, apagamos la cámara y emprendimos el retorno. No hubo más palabras. El silencio nos acompañó de regreso a Lima por la trocha serpenteante labrada en un cerro, al borde del precipicio. Mientras miraba alejarse el hermoso paisaje ayacuchano a través de la ventana del carro respiraba profundamente… ¡Y se respiraba paz!

Ese día conocí el verdadero valor de la paz.