Perro y Gato

Por: Gonzalo Carpio P.

Orejas

Cierto día, una muy buena amiga me pidió un favor, que me quedara con su perro por el fin de semana, ella estaría de viaje y Orejas no tenía con quién quedarse. Entendiendo la situación acepté casi de inmediato. Lo cierto es que, aunque no soy muy aficionado a las mascotas, cuando un amigo necesita un favor y uno tiene la posibilidad de hacerlo, estamos casi en la obligación de ayudarlo.

Cuando éramos chicos, mis hermanas tenían la costumbre de acoger a cuanto perro callejero se acercara por la puerta de mi casa, le daban agua, algo de comida y sobretodo cariño, hasta que llegaba yo y les decía, “¿qué hacen acariciando esos perros cochinos? donde habrán estado antes y ustedes dejan que lengüeteen su cara, no se me acerquen”. Desde luego que no me hacían caso y con mayor razón y por darme la contra abrazaban mucho más a los animalitos.

Gitano, Chato y Pelé eran nuestras mascotas. Yo, que era un niño especialmente malgeniado y engreído casi nunca jugaba con ellos, siempre prefería estar pateando una vieja pelota de cuero que prácticamente formaba ya parte de mí, pues no me despegaba de ella en todo el día. Mi padre, un hombre bueno, pero sobre todo justo, repartía las tareas que demandaban el cuidado de los perros de manera equitativa entre mis hermanas y yo, turnándonos en bañarlos, sacarlos a pasear o recoger los regalitos que los tres animalitos dejaban regados por el jardín de la casa. Recordarán muchos de ustedes que en ese tiempo los perritos no gozaban de la comida balanceada que hoy disfrutan. Más bien, se cocinaban ollones con menudencias, huesos, camotes, cascaras de verdura y cuantos restos de comida quedaban en casa, esto hacía entonces que los regalitos que dejaban las mascotas, por decir lo menos, tuvieran un olor diferente a los de hoy.

Todo bien cuando me tocaba sacarlos a pasear o bañarlos. Pero una de las órdenes de mi padre que me costaba trabajo cumplir era justamente, la de encargarme de los regalitos. De niño era muy asquiento, creo que hasta ahora lo soy, por lo que el recorrido por el jardín de mi casa recogiendo dichos paquetes era realmente un martirio para mí.  A medida que iba avanzando en mi recorrido, el basurero se iba llenando con la materia y yo siempre mirando a un costado, intercalaba una cerrada de ojos con arcadas interminables mientras mis hermanas reían a mandíbula batiente al ver el espectáculo que les brindaba.

Durante mi infancia, y quizás por esa poca afición que tenía por los animalitos, fui el bocadillo preferido de siete de ellos, por lo que clavaron en distinto tiempo, sus colmillos afilados en mi pequeña anatomía. Algunos se ensañaron con mi espalda, otros con mis piernas, con mis glúteos, recibí mordidas en la mano, etc. De todos los perros que me mordieron, dos de ellos tenían hidrofobia o rabia como la conocemos comúnmente, por lo que tuvieron que llevarme en dos ocasiones a recibir una vacuna que clavaban en mi panza diariamente por 15 días.

Se preguntarán entonces, con todos esos antecedentes ¿por qué accedí a quedarme al cuidado de Orejas? Pues la verdad es que cuando conocí a este animalito me ganó desde el primer momento. La expresión de su rostro dibuja una especie de sonrisa permanente en él y a la vez una mirada inquisidora.  A pesar de ser medio renegón como yo, también es juguetón, cariñoso y divertido. Por otro lado, asumí como un reto el cuidado del orejón. No estaba dispuesto a permitir que un enano de no más de 20 cm. de estatura, que en ese momento representaba a toda la especie perruna, me gane esta vez.

Así llegó el día en que Orejas vino de visita a mi casa. Me trajeron su camita, su comida y sus juguetes, tenía todo lo que necesitaba. Orejitas entró a mi casa sujetado en mis brazos, con esa mirada aguda característica en él, realizó una rápida inspección ocular. De inmediato lo puse en el suelo y el enano comenzó a husmear cada rincón en claro reconocimiento del terreno que estaba pisando, mientras que yo acomodaba su cama en una esquina de la habitación y unos metros más allá sus platos para el agua y comida.

Bueno orejón, le dije en tono amigable, que comience el fin de semana. Encajé su correa roja en el arnés que llevaba y salimos de casa rumbo a la oficina para que me acompañara en la tarde. No habíamos caminado una cuadra cuando Orejas hizo su primer requerimiento. A medida que íbamos avanzando, con sus patas delanteras arañaba la parte posterior de mis piernas. Me estaba diciendo claramente que no quería ir caminando, que lo cargara. Accedí a su pedido teniendo en cuenta que había un fuerte sol y que quizás el suelo estaba muy caliente para sus patitas. Así caminamos varias cuadras con el perruno en mis brazos quien iba disfrutando el viaje desde lo alto cual marinero en el puente de su embarcación.

Ya de regreso de la oficina y siempre con el orejón en mis brazos, fuimos a un centro comercial cercano, pues tenía que realizar unas compras. De pronto, dos chicas hermosas, con ropa de gym, cuerpos bien formados y ambas con unos ojos celestes impresionantes se me acercaron y fueron de frente a llenar de caricias a Orejas. Inmediatamente envíe un mensaje telepático al enano, ¡Creo que nos la vamos a pasar muy bien el fin de semana Orejitas! Y claro, si mi nuevo amigo iba a conseguir que chicas guapas se nos acerquen, era negocio sacarlo a pasear la mayor cantidad de tiempo posible. ¿Cómo se llama? Preguntó una de ellas, Orejas respondí amablemente. De pronto ambas empezaron a reír. Pregunté por qué reían y me dijeron que se veía gracioso que un hombre tenga un perro tan chiquito de mascotas, cuando la mayoría de patas siempre lleva al otro extremo de la correa a perros de raza grande. ¡Ouch! golpe duro el que recibí, pero que arrancó una risotada en mí mientras el orejón nos veía extrañado como queriendo comprender la razón de la carcajada.

Muy bien Orejas, llegamos a casa, le dije mientras lo sujetaba en mis brazos. Su plato de comida estaba servido y al costado un recipiente con agua. Lo bajé, solté su correa y en enano fue de frente a saciar su sed, luego comió y vimos televisión. Un rato después decidimos salir a dar una vuelta. Sabía que se acercaba mi prueba de fuego. Era hora de que Orejas en su vuelta nocturna como era costumbre, entregara sus regalitos, solo que esta vez me tocaría a mí recogerlos. De inmediato me asaltaron algunas preguntas, ¿volverían mis arcadas de infancia?, ¿recogería los regalitos mirando a un costado como cuando niño? Confieso que esos eran mis mayores temores. Al mal paso darle prisa, me dije a mi mismo y con gran determinación salimos a dar la vuelta nocturna. Comenzamos a caminar y de pronto Orejas empezó a dar vueltas en círculo y se detuvo, tomó posición y comenzó el momento crucial. Inmediatamente metí la mano a mi bolsillo, saqué una bolsa que tenía preparada, ubiqué el regalito, me puse en cuclillas, acerqué mi mano hacia lo entregado por el enano e instintivamente giré la cara hacia el otro lado y cerré los ojos. Al contacto con el obsequio, a pesar de que tenía la bolsa de por medio volvieron las arcadas. Era como retroceder en el tiempo. Solo que esta vez no había nadie que se ría a mandíbula batiente como lo hacían mis hermanas, no había nadie que se burlara de mí. Miré al enano y le dije ¡misión cumplida Orejas! Volvimos a casa, y Orejitas como todo un caballerito se fue a acostar en su camita. El día había terminado exitosamente.

Nos levantamos temprano a la mañana siguiente. Preparé la ropa que había usado en la semana y con el orejón en brazos nos fuimos a dejarla a la lavandería. Cuando salíamos de la misma, recibí el mensaje de un amigo en el que me decía que su mamá había sufrido una caída y tenían que operarla, para lo cual necesitaba donantes de sangre lo antes posible. Vi al orejón en ese momento y con su clásica mirada inquisidora me dijo, tienes que ir a donar sangre a la mamá de tu amigo. Devolví el mensaje y le dije que en ese momento salía en camino para el hospital. Una vez ahí le dimos la noticia a Juan de que tendría que quedarse al cuidado de Orejas mientras yo ingresaba al banco de sangre. Se lo entregué a los brazos y entré a donar la sangre que necesitaba la mamá. Luego de 40 minutos salí y vi que Orejas estaba muy feliz en los brazos de mi amigo. Se había portado como todo un señor, como entendiendo y consolando a mi amigo que pasaba por momentos difíciles. Cumplida la tarea fuimos a almorzar y retornamos a la casa. El orejón estaba rendido con todo el ajetreo de la mañana, así que ni bien llegamos buscó su cama y tomo una prolongada siesta. Por la noche vendría nuevamente el ritual del regalito. Esta vez no se hizo tan complicado, no hubo arcadas ni tanto show de mi parte.

Siendo yo un fumador empedernido, alcanzando en ocasiones a terminar una cajetilla al día, decidí dejar el cigarrillo hace 20 días aproximadamente. Comprenderán que el dejar de fumar abruptamente, trajo consigo que ande más malhumorado que de costumbre, además de momentos de terrible ansiedad por la falta de nicotina en el organismo. Pues la noche del sábado no fue la excepción y ya casi entrada la madrugada comencé a sentir una angustia muy intensa y muchos deseos de fumar, al punto de pensar en salir a esa hora a conseguir cigarros. Pues, aunque no lo crean, quien me ayudó a controlarme y no caer nuevamente en el vicio del tabaco fue el orejón. Me senté a lado de su cama y comencé a acariciarle la cabecita, el despertó con las caricias e inmediatamente brincó de su cama a mis piernas, comenzamos a jugar un rato con una pelota de tenis y cuando me di cuenta las ganas de fumar habían desaparecido. Me había pasado casi dos horas jugando con el enano quien había conseguido salvarme del tabaco esta vez.

Domingo, último día con el orejón. Nos levantamos tarde por lo accidentada que había sido la noche. Luego de tomar una ducha, puse al orejón en mis brazos, le coloqué su correa y nos salimos a dar una vuelta, jugamos un rato en el jardín correteó como niño detrás de su pelota de tenis y luego fuimos a buscar un restaurante donde poder almorzar y que el enano pueda acompañarme sin fastidiar a los demás comensales. Encontramos una cevichería cercana, con mesas y sombrillas afuera. El mozo me ofreció un recipiente con agua para orejón dándole así la bienvenida al enano. Lo cierto es que cada cliente que entraba al local saludaba a Orejitas. La sonrisa dibujada permanentemente en su cara hacía que se gane inmediatamente a la gente. El día pasó volando, llegó la noche y vinieron por Orejas.

Y así pasó un fin de semana distinto, que me dejó muchas lecciones, como que estuve equivocado todos estos años al sentir cierta resistencia a tener mascotas. Los perros te traen alegría, siempre te sacan una sonrisa y aunque no lo crean pienso que sienten cuando estás pasando por momentos difíciles y con su cariño te ayudan a superarlo.

Hoy tengo un nuevo amigo perruno, con el que tuve la suerte de compartir un par de días y que logró ganarse mi cariño.

¡Hasta pronto Orejas!