por Andrea Chirinos C.
El día que caminamos más de 10 horas nos pasaron muchas cosas, como siempre sucede cuando uno camina más de 10 horas.
Mientras nos comíamos una barrita energética entre los dos y nos quedábamos sin agua, los mosquitos formaban una comunidad a nuestro alrededor y nos picaban por todas partes, incluso en aquellas en las que uno piensa que el mosquito no tiene cómo llegar.
Ya no puedo subir más – le dije a los pocos minutos de empezar a escalar en zigzag.
Me sentía cansada, agitada y terriblemente testaruda. Él se molestó, asintió con poco ánimo y empezó a descender sin decirme nada. Entramos en este juego de egos que me gusta llamar “tira y jala” y después de unos minutos ya estábamos subiendo otra vez.
A los 40 pisos empecé a tomar un ritmo seguro y extremadamente lento. Pero sobretodo seguro. Nos cruzamos con unos burros y los señores que los llevaban nos indicaron que faltaban de 30 a 40 minutos. Con un sentimiento leve de victoria continuamos la subida, y pasado ese tiempo, yo andaba vigilante del reloj para comprobar la veracidad de los señores, nos cruzamos con una pareja de gringos y su guía. El guía nos aseguró que faltaban de 50 a 60 minutos. Intenté sonreír, nos despedimos de los gringos y cuando ya estaba a una distancia razonable, empecé a quejarme otra vez. Habíamos subido muchísimo para que él decidiera dar media vuelta y descender, así que solo esperó a que me diera cuenta que mientras más hablaba, más me cansaba.
No llegábamos y mientras más pensábamos en eso, nuestras paradas motivacionales empezaron a ser más seguidas y más largas. Seguíamos subiendo y seguíamos si llegar. Algunas veces y en las subidas más fuertes, él me dejaba pasar para empujarme por la espalda y otras, se ponía adelante y me jalaba del brazo.
Empezó la molestia constante, la frustración, y de pronto el camino se volvió como un peregrinaje. Apenas teníamos agua y nos pasábamos la botella solo para mojar nuestros labios. El deseo de querer tomar el agua de golpe se veía bloqueado por la culpa del egoísmo que vendría después.
Maldita montaña – dije en un momento de delirio y cansancio, acompañados de la necesidad de hablar.
Él se volteó e hizo que me arrepintiera en ese momento. No podía hablar así de un lugar que nos estaba recibiendo y mostrando el camino. Mi queja no podía ser tan malagradecida e inapropiada hacía un espacio tan especial en medio del Valle Sagrado.
Terminamos la cuesta y nos recibió un amplio espacio verde con un par de casitas de piedras grandes, algo así como un Sacsayhuamán, pero versión pocket y de bajo presupuesto.
Me eché sobre la mochilita que llevaba en la espalda y después de recuperar las ganas de vivir, me sentí un poco estafada al respecto, pero no se lo hice saber. La subida nos había costado a ambos y lo menos que quería era bajar sus ánimos. A lo lejos estaba una casa, y al costado de esta un tanque de agua. Él secó la botella y corrimos emocionadísimos hacia ella.
Cuando finalmente estuvimos cerca al tanque, a la casa y a la oportunidad de tomar toda el agua que quisiéramos, la vimos. Una hermosa ciudadela de piedras grandes y tejados de paja a 3,600 msnm nos saludaba imponente.
Sacamos el pan dulce, el queso y después de disfrutar la vista, y de tomar mucha agua, nos quedamos dormidos cerca al rebaño de ovejas que estaba siendo vigilado, muy cautelosamente, por un perro de casa y sus amigos. El lugar estaba prácticamente solo para los dos y aquello había sido nuestra mayor recompensa.