Por : Hugo Pereyra Plasencia, Diplomático e Historiador Peruano
El panorama se va aclarando, luego de varios días de agonía donde más de uno vislumbró una anarquía duradera que se perfilaba para los siguientes meses y hasta años. Lo primero que salta a la vista es que el Perú de hoy es una Torre de Babel, no sólo de códigos culturales sino, lo que es quizá peor, de ideas políticas y de opiniones sobre lo que conviene hacer para salvar al país. Y que los elementos sanos conviven, en un confuso panorama, con una caterva de negociantes baratos y corruptos.
Sin duda, esta diversidad extrema de opiniones, de intereses y de visiones del mundo termina alimentando los temores de anarquía. Pero no es la primera vez que el Perú ha vivido una situación anárquica o, al menos, próxima a ella.
Después de la catastrófica derrota militar ante Bolivia en 1841 en la batalla de Ingavi, el desguarnecido sur del Perú fue invadido por fuerzas del país altiplánico. No se veía líderes efectivos, porque el presidente Agustín Gamarra había perecido víctima de la fusilería boliviana en combate.
En el corto plazo, la crisis se solucionó con la intervención diplomática de Chile, que interpuso sus buenos oficios y consiguió que los bolivianos se retiraran de Tarapacá.
También se logró que, por lo menos en el corto plazo, este país abandonara sus pretensiones sobre el entonces puerto peruano de Arica. Todo eso, por el lado externo, porque la anarquía interna continuó.
¿Qué salvó al Perú aproximadamente en los cinco años que siguieron al desastre de Ingavi? En primer lugar, la enorme demanda de guano procedente de los países que se industrializaban, como Gran Bretaña y Francia.
Sus campos exhaustos y sus proletarios hambrientos fueron el origen de una enorme fuente de recursos originada en la venta del fertilizante, entonces considerado casi milagroso.
Pero lo realmente interesante vino del campo político. De toda la turba de militares ambiciosos, violentos y corruptos que constituyeron la dirigencia peruana después de la batalla de Ayacucho (los llamados “caudillos”), destacaron sin lugar a dudas, por contraste, dos de ellos: Domingo Nieto y Ramón Castilla.
El destino quiso que Nieto, héroe de la batalla del Portete de Tarqui contra los colombianos de febrero de 1829, conocido como respetuoso de la ley, muriera de enfermedad.
Quedó así abierto el campo para Castilla, quien es mucho más conocido en nuestra tradición republicana. Nadie niega las impurezas de Castilla, especialmente lo que se refiere a su clientelismo, y nadie niega tampoco que se produjo posteriormente una “construcción” historiográfica posterior de muchas virtudes de este personaje, como fue el caso de su imagen idealizada como padre de la abolición de la esclavitud.
Pero lo que fue un hecho sólido como una roca (lo dicen hasta historiadores “caviares” como Peter Klarén) es que fue el líder que, usando la riqueza del guano dio, al fin, algunos años de estabilidad de orden, por lo menos a nivel de la organización del Estado.
Y quien también llevó una política exterior de una amplitud de miras y de una calidad que asombran hasta nuestros días, pues dotó de seguridad al país, sobre todo ante las asechanzas externas.
A estos dos factores –el guano y el liderazgo de Castilla- se añadió uno de naturaleza tecnológica: la difusión de la navegación a vapor que permitió a arequipeños, cuzqueños, tacneños y puneños de la elite, tener un contacto más cercano con Lima (o sea con la fuente del poder), y concentrar menos su interés en La Paz o Chuquisaca.
Lima se llenó de prodigios arequipeños, como Toribio Pacheco. Uno de ellos, Mateo Paz Soldán hizo el primer mapa oficial del Perú. La tecnología propició una mayor integración del Perú.
Lo que quiero subrayar aquí es que había una gran diferencia entre ese Perú empobrecido, confundido, caótico (y hasta temporalmente desmembrado y desaparecido entre 1836 y 1839) del tiempo de los “caudillos” post Independencia, y el Perú del fines del tiempo de Castilla, en los comienzos de la década de 1860, que, sin haber solucionado los problemas esenciales de la nación, tenía por lo menos mayor estabilidad económica e institucional y una proyección mucho más dinámica y prestigiosa en el exterior. ¿Qué lecciones podemos sacar de este proceso para solucionar la crisis que vivimos hoy?.
Ciertamente, las circunstancias son muy diferentes, pero hay algunos aspectos que podemos destacar. En primer lugar, el peso del entorno internacional y la variable tecnológica.
Es cierto que la pandemia del COVID-19 ha hecho retroceder el ritmo de crecimiento del mundo y ha generado también incertidumbre. Pero sostener que las posibilidades que tiene nuestro país para insertarse bien dentro de la economía mundial han desaparecido, es simplemente una exageración.
Por el contrario, algunas puertas se han abierto, y muchas “barreras mentales” se han diluido. Es tiempo de comprender que, sin mano de obra altamente educada, análoga a la que hoy existe, no diré solo en Noruega o Alemania, sino en sociedades más próximas al Perú como las de la China o de Corea del Sur, el despegue y el desarrollo efectivo son solo una ilusión.
Si países como Singapur consiguieron construir estos cuadros de alto nivel en menos de treinta años, ¿por qué no lo habría de hacer el Perú? Es tiempo de comprender también que sin inversión extranjera no habrá crecimiento ni desarrollo tecnológico. Por cierto, hay que procurar que estas inversiones no solo se dediquen a la actividad extractiva.
Hay que promover la llegada de empresas con un alto nivel tecnológico. Si, por ejemplo, una empresa china viene a construir un gran tren de velocidad para la costa peruana, ¿por qué no aprovechar de este expertise para constituir, digamos, empresas locales para el mantenimiento de esta infraestructura?.En segundo lugar, tenemos lo más difícil y complejo: la variable política e institucional.
Queda claro que, por más inversión que haya, por más que crezcamos en números, por más que hagamos que los peruanos sean partícipes de la bonanza, poco se conseguirá si continúan las prácticas corruptas, tanto a nivel de nuestro empresariado “mercantilista” opuesto a las reglas del mercado, como en lo que se refiere a la vida política y a su proyección en los partidos, en el Congreso y en el gobierno.
Si tiene una misión, la “generación del Bicentenario” debe impulsar una lucha a muerte, desde el Estado y desde la sociedad, contra la corrupción.
Paso esencial es también hacer una profunda reforma del sistema judicial, que no solo rige la tranquilidad de la vida cotidiana (y pienso en sociedades desarrolladas como la alemana) sino que pone coto a los excesos y a las tendencias corruptas y mercantilistas de los grandes capitalistas.
No se trata de limitar la iniciativa privada, sino todo lo contrario, de propiciarla ad infinitum, pero dentro del marco de la ley y de una competencia efectiva.
En última instancia, es de allí de donde vienen, y seguirán viniendo, los recursos del estado para atender los aspectos sociales. Y, por lo tanto, las oportunidades para tantos jóvenes que aspiran a prosperar mediante la educación y los emprendimientos.
Así como en la década de 1840 Castilla vislumbró que las prioridades del país eran el reordenamiento institucional y una mejor y más segura inserción en un mundo en acelerado crecimiento, hoy debería quedar muy claro que debemos apuntar a una sociedad del conocimiento que procure incorporar a nuestro país a las grandes cadenas de valor del mundo y que sea también modelo de solidez institucional y una auténtica democracia.
En pocas palabras, la idea es superar esa sociedad chicha e informal que tenemos, generar vínculos e intereses colectivos entre los peruanos, y tener un rumbo claro de lo que necesitamos para conseguir un desarrollo genuino.
Para todo esto se requiere también de un liderazgo claro y enérgico. Eso es lo más difícil. Lo tuvimos con Castilla entre las décadas de 1840 y 1850. No en vano, por estos golpes de suerte ocasionales, se suele decir que “Dios es peruano”. Lamentablemente, hay mucho de azar en este ámbito.
Castilla era profundamente patriota y tenía también un enorme talento nato para generar consensos y para vislumbrar, no digamos los problemas esenciales del país (era pedir mucho para la época), sino al menos las prioridades del Estado.
Si, en 1842, un líder que tenía mala ortografía y que provenía de una cultura cuartelera, pero también las brillantes cualidades que hemos señalado, pudo llegar al poder y dejar una huella benéfica, ¿no podemos esperar al menos algo parecido de algún líder genuinamente patriota, de cualquier sector social, institucional o académico del Perú, para las circunstancias que vivimos hoy?.