Hace días vengo haciendo algo que no hacía hace tiempo: editar videos.
En el 2017 me gradué como comunicadora audiovisual, me dediqué a eso por un tiempo y luego básicamente me la he pasado diseñando.
Me gusta diseñar. Me pongo muy exquisita con las alineaciones y me puedo pasar horas pegada a la computadora sin percatarme del terrible dolor de cuello que se está generando mientras yo busco la diagramación perfecta.
Ahora, me paso muchas horas editando. Peor, animando.
Dado que había perdido la maña, estos últimos días han sido muy largos y tediosos. Mi consumo de café se ha vuelto absurdo y Carlita dice que se me ha chupado la cara del cansancio.
Llego a un punto donde creo que ya puedo hacerlo de manera ágil, pero algo sucede, porque algo siempre sucede, y regreso a habilidades obsoletas que no me corresponden.
Hace un año estaba igual de ajetreada con trabajo, pero era otro tipo de trabajo: involucraba gente, mucha gente.
Más de 1000 personas, para intentar ser exactos y lanzar un número atractivo que remarque mi punto: extraño trabajar con gente en algún lugar abierto.
Extraño los panamericanos, el apuro, la espera, la gente, las pruebas de luces sobre el estadio nacional a las 11 de la noche.
En fin, la nostalgia.
Hace días lucho con una mac que unas veces suena como avión y otras veces no quiere cargar.
Vivo con el terrible miedo de que un día no quiera prender o, peor aún, de que mi disco duro explote y pierda todo. Absolutamente todo.
Soy comunicadora audiovisual pero siempre parece que la tecnología me empuja lejos, muy lejos. Y cuando lo hace, me pongo a pensar en Nueva Zelanda y los campos de kiwi.
Me observo recogiendo kiwis, lejos de computadoras, programas de adobe, discos duros y dolores de cuello.