Seguramente sus preocupaciones fueron la de todo padre, que no faltara nada en su casa, que halla siempre un pan en la mesa de su hogar. José fue obrero y carpintero de oficio, seguramente se levantaba muy temprano, pues tenía que trabajar para sacar adelante a los suyos, darle una educación a Jesús, proveer de lo necesario a su joven esposa. Seguramente como hombre sencillo no entendía bien el misterio diario en el que vivía, estar ante la presencia de la elegida por el mismo dios para alumbrar a su primogénito, tal vez soportando y superando con la frente en alto las murmuraciones que el hijo que esperaba María no era de él, escuchando voces que acusaban a su esposa de infidelidad.
Muchos han subestimado su misión. No discutió nunca las órdenes impartidas en el sueño que le urgían huir con su familia, o a través de los mensajeros de Dios, sino que las ejecutó fielmente, aunque estas implicaban abandonar todo lo que había conseguido hasta ese momento para afrontar lo desconocido.
La fe de José era tal que no albergó dudas o incertidumbres, fue a donde Dios lo enviaba, con su carga, con sus tesoros constituidos por una delgada madre y un recién nacido que luego se fue haciendo niño. Como padre, no se opuso, sino que, conociendo la Divina Voluntad, cuidó, acompañó y, en su ánimo ardiente, bendijo a su Hijo, a fin de que anunciara la Palabra y se cumplieran en el mundo los designios del Padre
José, aquel del paso breve y silencioso por las escrituras, el sencillo carpintero quien entendió cabalmente el plan de Dios para con los hombres mediante Jesús, el que guió a su familia al destierro en Egipto ante la amenaza sobre su hijo, desapareció silenciosamente de todo registro histórico; finalmente jamás volvieron a referirse a él.
José Briceño