Por: Gonzalo Carpio P.
Teodoro tiene 67 años, se levanta cada día a las 4 de la mañana, viaja 2 horas y media desde su casa hasta Surco para llegar antes de las siete a su trabajo. Su oficina es una pequeña caseta de vigilancia hecha de madera en un área de un metro cuadrado que en época de verano es literalmente un horno.
Teo llegó a la capital a los 14 años desde su tierra natal Marcas, distrito de Acobamba en Huancavelica. Como mucha gente de provincia, vino a Lima a buscar un mejor futuro. En su juventud trabajó en una fábrica textil muy conocida en la ciudad. Se casó y tuvo tres hijos, dos de ellos hoy viven en el extranjero, su única hija mujer hasta entonces, falleció en un accidente de tránsito cuando era muy pequeña aún. Paso mucho tiempo para que pueda recuperarse del golpe tan duro que significó la pérdida de su niña, la depresión se apoderó de él. Luego de algunos años, su relación sentimental se fue deteriorando y terminó por divorciarse. Algunos años más tarde conoció a María, era varios años menor que él, a pesar de la diferencia de edad se enamoraron y volvió a casarse. De su segundo matrimonio nacieron Matilde que hoy tiene 18 años y Ernesto de 13, quien padece de hidrocefalia. Un día cualquiera volvió a su casa del trabajo y encontró una carta en su velador, era de su esposa, le decía que se iba, que los dejaba y nunca más volvieron a saber de ella. Los niños aún eran pequeños y Teodoro a partir de ese día supo a ser padre y madre.
A pesar de ello, Teo sigue luchando día a día, levantándose cada mañana y viajando todas esas horas para llegar a su trabajo como vigilante en donde yo vivo. Trabaja 12 horas al día de lunes a domingo renunciando a su descanso. El dinero le hace falta para poder mantener a sus hijos y costear los gastos que el mal de Ernesto le generan. “Tengo suerte de tener a mi Matilde, si no fuera por ella no tendría quien cuide a Ernestito, la pobre tuvo que renunciar a seguir estudiando para poder ayudarme” me contaba Teo un día que nos quedamos conversando en la portería del condominio.
Teodoro es el hombre invisible, es un tipo noble y servicial que siempre está ayudando a todos, sin embargo, nadie en la urbanización sabe su nombre, todos salen y entran en sus autos y solo atinan a levantarle la mano como saludándolo mientras Teo les abre la reja, pero nadie en realidad sabe nada de él, de lo que tiene que pasar día a día para llegar al trabajo, del tiempo que tarda en llegar a su casa de regreso, del poco tiempo que le queda libre para compartir con Ernesto y Matilde.
¿Cómo es posible que nos volvamos tan indolentes?, ¿qué no veamos más allá de nuestras narices y no nos interesemos por los demás?.
Estamos tan absorbidos por nuestros problemas, por nuestras preocupaciones, que hemos dejado de ser humanos. Vemos, pero no miramos, oímos, pero no escuchamos. Nos hemos transformado en robots, en zombis, con la cabeza metida en el celular las 24 horas del día. Nuestro mundo se redujo a un aparato, a una pequeña pantalla. A través de ella nos comunicamos con nuestros hijos, con nuestros padres, con nuestros hermanos, con nuestra pareja, con nuestros amigos. Se perdió el contacto, el abrazo, la caricia, el apretón de manos. Se perdió el ¿cómo estás?, el ¿puedo ayudarte?. Nos pasamos la vida compartiendo selfies, memes, chistes, platos de comida, fotos de perritos perdidos o de mascotas en adopción y mensajes de superación personal que nunca aplicamos en nuestra vida, queriendo mostrarle a la gente lo felices que somos. ¿En que nos hemos convertido?.
Teo es el hombre invisible de mi cuadra, pero hoy es mi amigo. ¿Cuál es el hombre invisible para ti?, ¿qué vas a hacer para verlo?.