Por: Gonzalo Carpio P
Los ojos verdes de mi padre le significaron el apelativo de “El Gato” y por supuesto desde niño me comenzaron a llamar “el Gatito”. Es decir, el apelativo que conservo hasta hoy lo gané por herencia. Soy, según una amiga que conoció a mi viejo, “el Gato fake”. Y aunque esa herencia la llevo con orgullo, no fue la mayor herencia que mi viejo me dejó.
Los domingos íbamos al cementerio toda la familia a visitar a mi hermana Ana Cecilia, una pequeñita que falleció al poco tiempo de nacer y que mis padres visitaban religiosamente. Cierto día y no se cual fue el motivo, fuimos solo el Gato y el Gatito a visitarla.
Salimos de casa en el Volkswagen escarabajo blanco que tenía mi viejo, el equipo a todo volumen como nos gustaba escuchar, reproducía un cassette de Joan Manuel Serrat mientras cantábamos con él “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo camino, camino sobre la mar …Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Y vaya que el Gato hizo camino al andar con tantas lecciones que nos dejó. Tenía un corazón inmenso.
Llegamos al cementerio, los muchachos se acercaban al auto para convencer a mi viejo de que los elija y pasarle un trapo al vocho de tal forma que pudieran ganarse unas monedas. Bajamos del auto eligió a uno de ellos al azar y nos acercamos a las vendedoras de flores. El Gato ya tenía su casera donde compraba todos los domingos. ¡Señor Gatito le damos lo de siempre! dijo la señora Leonor. Llevamos claveles blancos e ilusión y además un solo clavel rojo. Mientras caminábamos de la mano, llegamos a la puerta de ingreso donde estaba apostados todos los aguateros ofreciendo escalera y agua para limpiar el nicho del difunto que ibas a visitar. De pronto oímos una voz delgada y temblorosa que nos decía ¡Agua patroncito, agua! mientras se nos acercaba. Era una señora bastante mayor, de cabeza blanca, espalda encorvada y rengo caminar que apoyaba sus pasos en un viejo palo de escoba que usaba como bastón, mientras que con la otra mano sujetaba amarrados a un palo dos pesados baldes de lata en cada extremo cargados con agua que dificultaba aún más su caminar. Los ojos del Gato se clavaron en ella y le dijo con esa voz bondadosa característica en él, ¡Vamos con una sola condición, tú llevas mis flores y nosotros cargamos tus baldes!. La viejita sonrió y aceptó el trato. Yo, sentimental desde chico, levanté la vista y quedé mirando a mi viejo con admiración, con los ojos hechos agüita. El Gato me miro y me dijo casi sin inmutarse ¡Ya, no llores y carga un balde!, mis lágrimas se transformaron en risa por la forma tan graciosa en que me habló. De inmediato levantó mi barbilla con su mano y sin dejar de mirarme me dijo “Si tienes que elegir entre ayudar a un niño o un anciano, ayuda siempre al anciano, recuerda que los niños tienen toda una vida por delante para cambiar su situación, a los ancianos les queda poco tiempo”. Tremenda lección que me dio el Gato.
Empezamos nuestro recorrido por el cementerio. Mientras caminábamos, la viejita nos iba contando que ya habían pasado más de 30 años desde que empezó a trabajar en esto, pero que su artritis por su avanzada edad y su espalda encorvada, le hacían cada vez más difícil poder ganarse unas monedas. Así llegamos hasta la tumba de Don Benigno Ballón Farfán, el compositor de Silvia, Melgar, La Benita y muchas otras famosas obras arequipeñas. Don Benigno había sido profesor del Gato en el Colegio San Francisco de Asís. Para él era el clavel rojo, mi viejo, cada vez que iba al cementerio pasaba por la tumba de Ballón Farfán que quedaba cerca a la de mi hermana y le dejaba un clavel. “Hay que ser agradecido y recordar con cariño a quienes nos ayudaron en la vida” me dijo. Otra simple pero gran lección que me entregaba mi padre.
Por fin llegamos hasta el nicho de mi hermana, la viejita sacó un trapo y un pequeño recipiente de su bolsa, lo introdujo en uno de sus baldes y comenzó a limpiar la lápida de Ana Cecilia, mientras mi viejo y yo sacábamos los claveles marchitos que habíamos dejado el domingo anterior. Al terminar, parados al frente de la tumba, el Gato, la viejita y yo nos persignamos y comenzamos a orar. Luego de varios minutos, mi viejo sacó su sencillera y le dio algunas monedas a nuestra compañera eventual, que agradeció dándole con cariño la mano a mi viejo. Él la miro con bondad, le tomó la cabecita con ambas manos y le dio un beso en la frente y la abrazó. Yo imitando a mi viejo, le di un abrazo y un beso en la mejilla. La viejita se dio vuelta y comenzó a alejarse con su bastón y sus baldes vacíos atados al palo en cada extremo. El Gato me miró, me dio un beso, puso su mano sobre mi hombro y me dijo “siempre dale cariño a los ancianos, a su edad es lo que más necesitan”. Tremendo.
Sin sacar su mano que reposaba sobre mi hombro, nos dimos vuelta y comenzamos a caminar.
Con los años, comprendí que los hijos no aprenden con las palabras, aprenden con el ejemplo.