Por. Andrea Chirinos C.
Lucia no se dio cuenta que sus pies estaban chuecos hasta ver sus zapatos rotos.
El roce entre ellos había sido tan sutil y paulatino que tan solo algunos meses después de comprarse unos botines de cuero, se dio cuenta que ambos estaban rasgados a la altura de los tobillos.
Tal vez no era cuero después de todo – pensó mientras sostenía un botín con ambas manos y lo examinaba confundida.
Mientras iba indagando en lo sucedido, notó que no solo se habían rasgado, sino que ya se podía ver el inicio de un hueco y el triste desenlace de los botines.
No hay solución – dijo decidida, y tiró los botines a la basura.
Ese día por la tarde, mientras dejaba caer su cabeza en el borde de la cama y elevaba ambas piernas contra la pared, observó sus pies.
A simple vista, y en esa posición, eran pies comunes de una persona común, pero bastaba con pararse en ellos para notar una malformación a la altura de los tobillos.
Tengo los pies chuecos – le dijo a su novio – y, dadas recientes investigaciones, la malformación resulta incurable.
Él rio y besó sus pies. Fue un acto dulce que Lucia recordaría siempre, incluso cuando ya no tuviera esa molestia al caminar.
A Lucia le habían diagnosticado pie plano desde pequeña y los botines ortopédicos se convirtieron en sus mejores amigos, por un tiempo.
En realidad, aquella amistad duró poquísimo. Esos zapatos le hacían sentir como una anciana y, de lo que recuerda, eran súper incómodos. Muchos, muchos años después, esos mismos zapatos estarían de moda, y la misma Lucia los usaría para salir de fiesta.
Entonces, ella continuó malogrando sus zapatos con el paso del tiempo.
A veces, al caminar, notaba cómo sus tobillos se juntaban y hacía un esfuerzo grande por separarlos. Entonces empezaba a caminar de forma extraña y se convertía en el centro de atención de algunos caminantes que observaban su afán por dejar de romper sus zapatos. A nadie le gusta caminar con los zapatos rotos, por más mínimo que sea el desgaste.
Un día, mientras caminaba despreocupada por las calles, notó algo inusual en la forma de caminar de una mujer que iba a ritmo similar delante de ella, y tuvo una revelación.
La mujer llevaba unos botines similares a los que ella tuvo que botar un tiempo atrás, por su muy fastidiosa malformación.
¿Será que no era yo, sino los botines? – pensó.
Lucia empezó a seguir a aquella mujer de los pies chuecos y botines rasgados, y poco después un hombre se unió a la caminata. El hombre también caminaba de forma peculiar. Sus zapatos lucían viejos y maltratados por el uso, el tiempo y el mal andar.
Entonces iban los tres en fila india mientras se paseaban por la 13, por ahí entre la 45 y la 46. Contentos, libres y entusiastas con los tobillos rozando entre sí.
El hombre no sabía que la mujer caminaba igual detrás de él, y la mujer no sabía que Lucia caminaba igual detrás de ella.
Pero daba la curiosidad ¿sabes? – le diría a su amiga más tarde – Daban ganas de voltear y saber si había una cuarta persona caminando de la misma forma con nosotros.
Poco después, el hombre pararía a prender un cigarrillo y tomaría un descanso apoyado en la pared, cerca a esa vendedora de cordones de la que estaría enamorado siempre.
La mujer, por su parte, se atrevería a contestar una llamada que habría estado evitando todo el día, su pasos se harían más cortos y acelerados, sus tobillos rozarían entre sí con más fuerza, y luego giraría a la derecha para llegar hasta la séptima y tomar la buseta al norte.
Lucia los observaría tomar su rumbo y ella seguiría con el suyo, directo a la 72. Pasaría por uno de los muchos lugares de buñuelos, los observaría curiosa y seguiría de largo. Sí, en ese entonces, la muchacha de los pies chuecos aún no había probado esa delicia colombiana.
Y mientras camina y camina, sus tobillos rozan y rozan, y sus rodillas se malforman y malforman, Lucia sonreiría al pensar que, por una única vez en su vida, fue parte del club de los pies chuecos.