La semana se nos hizo larga, como quizás a muchos de los que hacen la cuarentena a consciencia. (Quédate en tu bendita casa)
Y en estos primeros días de convivencia obligada y aplausos organizados a las 8 p. m. desde cualquier ventana o balcón, sucedieron muchas cosas.
El primer día, por ejemplo, vi, por primera vez en 8 años, a unos vecinos usar su piscina.
Había salido al balcón a observar al resto de vecinos que, como nosotros, tenían que buscar cosas que hacer en estos días de aislamiento social. Muchos estaban limpiando, por supuesto.
Qué mejor momento para limpiar, ordenar, desechar, etcétera, etcétera. Sobre todo, ahora que hay tantos tutoriales sobre cómo evitar el contagio después de haber estado en la calle.
Y he visto varios de esos, por cierto. La clave está en no tocarse la cara y llegar lo antes posible al caño para lavarte por 20 segundos, mínimo, las manos con jabón.
Pero claro, limpiar y ordenar profundamente te ocupa algunas horas, por algunos días. Debes buscar qué más hacer, además de ver temporadas completas de todas las series en Netflix.
Todas. Incluso las malas.
Cabe resaltar que, en el día 5 o 6, se anunció oficialmente el colapso de las telecomunicaciones. Lo cual tenía harto sentido: mucha gente en casa viendo televisión o usando las redes sociales todo el día tenía que traer alguna consecuencia.
Pero, volvamos al día uno.
Mira –me dijo Rodrigo– hay un niño en esa piscina.
Gire hacia esa casa que siempre lució tan deshabitada y efectivamente, había un niño en la piscina.
Qué raro –dije– siempre pensé que vivían solo adultos en esa casa.
Por años había visto flotar uno de esos flamingos rosas grandes y pensaba en que en algún momento saldría alguna chica en bikini, regia, rubia y con un bronceado espectacular, y se echaría en el flamingo con su copa de gin con gin.
Pero no. A cambio, había un niño flotando en la piscina. Y lucía aburrido.
Debo admitir que me dio un poco de cólera. (No tanto por estar en la piscina, sino que luzca aburrido)
Luego, después de observar al niño salir, aún aburrido, de la piscina y dejar el patio nuevamente vacío, pensé un poco más allá. Es muy probable que yo hubiera estado igual si estuviera en la piscina. Y el niño, desde mi departamento, pensaría lo mismo “qué tonta, lo feliz que estaría yo ahí”.
Y es que así somos. Nos aburrimos muy rápido de lo que tenemos. Nos olvidamos de agradecer y apreciar esos privilegios que te da el dinero. Me di cuenta que en ese momento no debía observar al niño en la piscina, debía mirar a mi alrededor y agradecer que tengo un balcón, que tengo un espacio cómodo para vivir, que puedo abastecerme para no salir de casa por varios días, que puedo trabajar desde mi computadora, etcétera, etcétera.
Hay tantas cosas de las que tenemos por agradecer y no nos damos cuenta, porque estamos acostumbrados a tenerlas.
La pandemia nos agarró en buenas condiciones – me dijo mi mamá.
Pero date un tiempo para pensar en los que no.
En los que no pueden lavarse las manos por 20 segundos mínimo porque el costo del agua ha subido, o simplemente porque el camión cisterna ha dejado de pasar por sus casas.
En los que trabajan día a día para llevar comida a su casa, literalmente, y ahora están en graves problemas porque ya no tienen trabajo.
Nuestro país, como muchos en todo el mundo, está paralizado, excepto el mercado mayorista que al día de hoy sigue estando repleto de gente, y los días se hacen eternos mientras estás en tu casa pensando cuál serie de Netflix vas a ver después, pero, mucho está pasando afuera, solo que no queremos damos cuenta.
Son tiempos extraños.
Hay aires apocalípticos al salir de casa.
La gente anda con miedo, distanciada, alerta a cualquier estornudo.
Pero también son tiempos de mucha reflexión y empatía.
Estamos dándonos una gran pausa a nuestra manera de consumir, a movilizarnos, a vivir desabasteciendo todo de todas partes. Es como si siempre nos faltaran cosas. Siempre con esa necesidad de tener un poco más, y cuando lo tenemos, no sabemos apreciarlo, como el niño y la piscina.
El planeta está respirando de nosotros, hagamos que valga la pena.