¿Cuál fue tu mejor día de la madre? – le pregunté mientras nos tomábamos un vinito en la cocina.
Seguro ella estaba cocinando algo increíble. Seguro yo hacía como si la ayudaba, pero en realidad solo estaba ahí por el vino.
El primero – me respondió – ahí ya tenía a tu hermana en la panza y sabía que iba a ser mamá.
Me la imagino a sus 22 cargando una panzota. Con su cara de bebé haciendo mil cosas. De aquí para allá. Toda acelerada, como siempre ha sido.
Luego me la imagino años después en la moto de mi papá. Una chiquita, los dos apiñados, mi hermana en un brazo, la canasta sobre las piernas y yo en la panza. Día de mercado.No termino de comprender cómo entraban todos en una moto tan chiquita.
De la quinta en Arequipa me acuerdo muy poco. Me queda construir imágenes de cómo se veían ambos, tan chibolos, formando una familia, mientras mi hermana y yo corremos por la casa, o salimos a jugar con las vecinas.
A mi mamá la construyo siempre con cara de bebé, cachetona, con jeans y aprendiendo a ser madre, con mi abuelita apoyándola.
Dice que con los años se le hizo más fácil.
Dice que con el tiempo comprendió que éramos lo más valioso que tenía en la vida.
Dice que no sabe qué va a hacer el día que tengamos que irnos.
Ahora se me ocurre – en el marco de un fatalismo abrupto que a veces me agobia – que cada día de la madre piensa que tal vez es el último que estemos las 4 juntas en el depa, incluida mi abuelita.
Quizás cada año que pasa, se acerca con terror a ese último día.
Entonces, mientras la acompaño en la cocina con un vinito, me imagino diciéndole “No nos vamos a ir a ningún lado, madre. No en medio de una pandemia, mientras cargamos la incertidumbre en nuestros hombros.”
Ella me sonreiría, nos abrazaríamos y seguiría cocinando (yo aún haciendo como si la ayudo)
Luego veríamos Wall-E y comeríamos mexinachos con yogurt hasta el cansancio.
Ella se quedaría dormida, probablemente con la boca abierta, le tomaría una foto y le diría “tú también eres lo más valioso que tengo, Carlita. Feliz día de la madre.”