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Derecho, Derechos y Reglas

Canciller Lavrov: La política exterior rusa y comentarios a las decisiones occidentales.

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Por Serguéi Lavrov, Ministro de Asuntos Exteriores de Rusia

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Una conversación sincera y en general constructiva mantenida en la Cumbre por los presidentes de Rusia, Vladímir Putin, y de EE. UU., Joe Biden, desembocó en el acuerdo de iniciar un diálogo sobre la estabilidad estratégica. Se hizo constar la inadmisibilidad de una guerra nuclear y se llegó al entendimiento sobre la necesidad de consultas dedicadas a la seguridad cibernética, a las actividades de las misiones diplomáticas, a los ciudadanos rusos y estadounidenses que cumplen condenas en sendos países y a una serie de conflictos regionales.

Al mismo tiempo, el presidente de Rusia dejó claro, también en público, que habría resultado en todos los campos mencionados únicamente si se apostaba por la búsqueda de un equilibrio de intereses aceptado por ambas partes y por condiciones paritarias para ambos países. En las negociaciones no se formularon objeciones a este planteamiento. Sin embargo, casi enseguida después del final de las mismas, representantes de las autoridades estadounidenses, entre ellos, algunos participantes en la Cumbre de Ginebra, volvieron a insistir en los planteamientos anteriores del tipo “hicimos un aviso a Moscú, dejando claras nuestras exigencias”. A los mencionados “avisos” se les añadieron amenazas, como por ejemplo: si Moscú “en un plazo de varios meses” no acepta “las normas del juego” formuladas en Ginebra, volverá a ser sometida a presión.

Por supuesto, todavía queda por ver, qué forma práctica tendrán las mencionadas consultas que han de celebrarse para que se concreten los acuerdos alcanzados en Ginebra. El presidente Vladímir Putin señaló en la rueda de prensa final “tenemos asuntos en los que trabajar”. Con todo y eso el hecho de que Washington, acabadas las negociaciones, enseguida volviera a hacer pública su anterior postura rancia, no deja de parecer significativo. Las capitales europeas, al captar los ánimos del “Gran Hermano” no tardaron en seguirle la corriente, de forma activa y con evidente gusto. Sus declaraciones se reducen a lo siguiente: están dispuestos a normalizar las relaciones con Moscú, siempre y cuando la capital rusa cambie su comportamiento.

Da la sensación de que un coro se estaba preparando de antemano a darle apoyo al solista y precisamente a estos preparativos estuvo dedicada la serie de Cumbres celebradas antes de las negociaciones entre los presidentes de Rusia y EE. UU. Me estoy refiriendo a la Cumbre del G7 celebrada en Cornualles (Reino Unido), la Cumbre de la OTAN celebrada en Bruselas, la reunión de Joe Biden con el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y con la presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen.

Dichas reuniones se han preparado a conciencia de tal forma que no quede duda alguna de que los países occidentales tienen la intención de demostrar a todos su unidad en los asuntos internacionales y su disposición a hacer únicamente lo que consideran correcto y de obligar a otros, Rusia y China en primer lugar, a seguir su línea política. En los documentos aprobados en Cornualles y Bruselas se recoge la promoción de idea del “orden mundial basado en las reglas” que hace de contrapeso a los principios universales del Derecho Internacional recogido, en primer lugar, en la Carta de ONU.

Los países occidentales se cuidan mucho de explicar sus “normas”, evitando al mismo tiempo responder a la pregunta de para qué son necesarias, si existen miles de herramientas del derecho internacional aprobadas por todos. Contienen compromisos muy concretos asumidos por los Estados y mecanismos transparentes de la verificación de su cumplimiento. Lo más bonito” de las “reglas” occidentales es precisamente que sean tan poco concretas: en cuanto alguien hace algo en contra de la voluntad de los países occidentales, enseguida se denuncia “la violación de las reglas”, sin que sean citados ningunos hechos reales y se insiste en su derecho de “castigar al infractor”. Es decir, cuanto menos concretas sean las reglas, más libertad para el ultraje, todo para contener a los rivales con métodos deshonestos. En la turbulenta etapa de los ´90 en Rusia este tipo de comportamiento se conocía en los círculos criminales como “actuar incumpliendo las leyes”.

Las Cumbres del G7, OTAN y EE. UU.-UE han marcado, de acuerdo con las evaluaciones de los participantes en las mismas, el retorno de EE. UU. a Europa y la nueva consolidación del Viejo Mundo bajo el liderazgo de la nueva Administración estadounidense. La mayoría de los países miembros de la OTAN no solo vio este cambio con alivio, sino que prorrumpió en comentarios entusiastas. De base ideológica para esta reunificación de la “familia occidental” sirvió la declaración de los valores liberales, referente del desarrollo de la Humanidad. Washington y Bruselas se otorgaron el título del “garante de la democracia, la paz y la estabilidad”, contrarrestando de esta forma “el autoritarismo en todas sus manifestaciones”. Así, se expresó la intención de usar con mayor intensidad las sanciones en intereses de la “preservación de la democracia en todo el mundo”. Se ha apoyado la idea de Washington de convocar una “Cumbre por la democracia”. No se oculta que los países occidentales se encargarán de seleccionar a los participantes en tal evento, de la misma forma que formulará los objetivos del foro, de modo que apenas querrán cuestionarlo los invitados. Se indica que los “países donantes para la democracia” asumirán “mayores compromisos” para establecer por doquier “estándares de la democracia” y elaborar sus propios mecanismos de control de la observancia de los mismos.

Es necesario también tener en cuenta que en los márgenes de la Cumbre del G7, el pasado 10 de junio, el presidente de EE. UU., Joe Biden, y el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, aprobaron una nueva Carta del Atlántico presentada como versión actualizada del Documento del mismo nombre firmado en 1941 por Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill que desempeñó en aquel momento un importante papel para la elaboración del perfil del arreglo posbélico.

Sin embargo, ni Londres ni Washington no hicieron mención alguna de un hecho histórico de importancia crucial: a la versión inicial de la Carta se unieron hace 80 años la URSS y una serie de Gobiernos europeos en el exilio, gracias a lo cual más tarde el documento se convertiría en uno de los pilares de los Aliados, siendo considerado uno de los precursores de la Carta de las Naciones Unidas.

Esta nueva Carta del Atlántico, sin embargo, está pensada como un nuevo “punto de referencia” en la vertebración de un nuevo orden mundial, pero según “las reglas” de los países occidentales. Su esencia está orientada a profundizar la diferencia entre las “democracias liberales” y los demás Estados y a legitimizar el “orden basado en las reglas”. La nueva Carta no menciona ni la ONU ni la OSCE, recogiendo de forma implacable la adhesión del Occidente colectivo a sus compromisos en el marco de la OTAN que es “el único centro legítimo de la toma de decisiones”. Fue como en 2014 el antiguo secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen caracterizó la relevancia de la Alianza del Atlántico del Norte. Está claro que esta filosofía servirá de base para los preparativos de la mencionada ya “Cumbre por la democracia”.

En calidad del principal obstáculo para la puesta en práctica del rumbo anunciado en las Cumbres de junio se nombraron Rusia y China, por ser “países portadores del autoritarismo”. Se formulan dos tipos de reclamaciones generalizadas, externas e internas. Entre las externas se le incrimina a Pekín una promoción demasiado enérgica de sus intereses económicos, poniéndose como ejemplo la iniciativa Una franja – una ruta, el incremento de su poderío tecnológico y militar con tal de potenciar sus influencias. A Rusia se le acusa de aplicar “política agresiva” en una serie de regiones. Es presentada como tal la respuesta que ofrece Moscú a las tendencias ultraradicales y neonazis que se vienen observando en los países vecinos. Dichos países suprimen los derechos de los rusos y de otras minorías nacionales, erradican la lengua y la cultura rusas, así como la educación impartida en esta lengua. Tampoco es de agrado de los países occidentales que Moscú defienda los países que cayeron víctimas de las aventuras de dichos países, fueron atacados por terroristas internacionales y corrieron el peligro de perder su condición de Estado, tal y como ocurrió en Siria.

Sin embargo, el mayor hincapié se hace en el marco de anunciadas posturas en el modelo interno de los países “no democráticos” y en la determinación de modificarlo a su antojo hasta lograr cambios en la vida social que correspondan con la visión de la democracia que tienen Washington y Bruselas. De ahí que se exija a Moscú, Pekín y al resto de los países non grata que sigan las recetas occidentales en lo tocante a los derechos humanos, a la sociedad civil, a la oposición, a los medios de comunicación, al funcionamiento de las entidades públicas y la interacción de los poderes. Proclamando su derecho a injerir en los asuntos internos de otros países para implantar su visión de la democracia, los países occidentales enseguida pierden el interés por abordar la democratización de las relaciones internacionales, un asunto que les proponemos abordar. Señalamos la necesidad de renunciar a la actitud altanera y de estar dispuestos a cooperar en base al derecho internacional y no de las “reglas”. Introduciendo más sanciones y demás medidas de presión ilegal en los Gobiernos de Estados soberanos, los países occidentales implantan el totalitarismo en los asuntos internacionales, adoptando con respecto a otros países una postura imperial y neocolonial: que los países mandados implanten en su casa el necesario modelo de la democracia y no se preocupen tanto por el mundo exterior, puesto que la toma de decisiones ya está en buenas manos. En caso de desobedecer, los desobedientes serán castigados.

Los políticos sensatos de Europa y EE. UU. entienden que tal rumbo sin compromiso lleva a un punto muerto. Comienzan a razonar de forma pragmática (aunque no lo hacen en público todavía) reconociendo que en el mundo hay más que una civilización, que Rusia, China y otras grandes potencias tienen su historia milenaria, sus tradiciones, su estilo de vida. No es razonable plantear cuestión cuyos valores son mejores o peores, es necesario reconocer la existencia de otras formas de organización de la sociedad, en comparación con las occidentales, reconocer que es la realidad, respetarlos. En todos los países hay problemas con los derechos humanos, es tiempo renunciar a la postura de supremacía: «nosotros en Occidente resolveremos estos problemas nosotros mismos porque somos democracias, pero los demás no han conseguido este nivel todavía, es necesario ayudarles y lo haremos».

En vista de los cambios importantes que se producen en la arena internacional y afectan a todos sin excepción y cuyas consecuencias nadie puede prever, surge la pregunta: qué sistema de gobierno es el más eficaz para prevenir y eliminar la amenazas que no tienen fronteras y afectan a todas las personas, independientemente de dónde vivan, a diferencia del mesianismo. En el ámbito de politología se comienza paulatinamente a comparar las herramientas de que disponen las «democracias liberales» y «regímenes autocráticos» (es significativo que haya empezado a usarse de forma tímida todavía el término «democracias autocráticas»).

Son reflexiones útiles que naturalmente deben tomarse en consideración por los políticos serios que están en el poder. Es necesario pensar, analizar lo que pasa siempre. La formación de un mundo multipolar es la realidad. Los intentos de desestimarlo reivindicando su papel como el «único centro legítimo de toma de decisiones» no ayudará a arreglar problemas reales, a diferencia de los inventados, para lo que es necesario mantener un diálogo basado en el respeto mutuo con la participación de las mayores potencias y respetando los intereses de todos los demás miembros de la comunidad internacional. Esto prevé un compromiso incondicional de observar las normas y principios generalmente reconocidos del derecho internacional: el respeto de igualdad soberana de los Estados, la no injerencia en sus asuntos internos, el arreglo pacífico de disputas, el reconocimiento del derecho de los pueblos a determinar su destino   independientemente.

El Occidente histórico en su conjunto que dominó el mundo durante unos 500 años se da cuenta de que esta época se aproxima a su fin, pero preferiría mantener las posiciones que pierde, frenar artificialmente el proceso objetivo de formación del mundo policéntrico. De eso surge el intento de dar un fundamento ideológico al nuevo concepto de multilateralismo, como se manifiesta en la nueva iniciativa franco-alemana que promueve un «multilateralismo eficaz» representado en los ideales y acciones de la Unión Europea que debe servir como modelo a todos los demás, a diferencia del multilateralismo universal de la ONU.

Imponiendo su concepto de un «orden mundial basado en las reglas», Occidente persigue el objetivo de discutir los temas clave en foros que le parecen convenientes a que no se invitan los que no están de acuerdo. De esa manera se crean «plataformas» y «llamamientos» para grupos pequeños para acordar en este círculo las recetas a imponer a todos los demás. Se puede citar como ejemplo el «llamamiento a garantizar la seguridad en el espacio cibernético», el «llamamiento a respetar el Derecho Humanitario Internacional», «la asociación en respaldo de la libertad de la información». Cada uno de estos formatos está formado por varias decenas de países, es decir, la menoría de la comunidad internacional. Mientras, en el sistema de la ONU hay foros universales para discutir todos los temas mencionados, pero en estos foros hay los que se pronuncian por puntos de vista alternativos, es necesario tomarlos en consideración, buscar un consenso, pero Occidente prefiere establecer sus «reglas».

Simultáneamente la Unión Europea crea en su propio mecanismo de sanciones horizontales en relación con cada uno de tales «grupos de partidarios» desestimando la Carta de la ONU. El esquema es tal: los participantes de «llamamientos» y «asociaciones» deciden en su círculo estrecho quien viola sus exigencias en una u otra área, y la Unión Europea impone sanciones contra los culpables. Es cómodo: pueden acusar y castigar ellos mismos, sin dirigirse al Consejo de Seguridad de la ONU. Y han inventado la explicación: como es la «alianza de los multilateralistas más eficaces», enseñan a los demás para que adquieran la experiencia avanzada. En lo que se refiere a lo que no es democrático y contradice a los principios del verdadero multilateralismo, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, lo explicó todo el pasado 11 de mayo: el multilateralismo no prevé que es necesario alcanzar la unanimidad y la postura de los que «no quieren avanzar» no debe ser obstáculo para un «avance ambicioso» de la comunidad internacional.

En las propias reglas no hay nada malo. Al contrario, la Carta de la ONU es un conjunto de reglas, pero estas reglas no fueron aprobados en el marco de grupos pequeños sino por todos los países del mundo.

Un detalle curioso: en ruso las palabras «regla» y «ley» tienen la misma raíz. Para nosotros una regla real, justa es inseparable de la ley. En las lenguas occidentales la situación es otra. Por ejemplo, en inglés la ley es «law» y la regla es «rule». ¿Se ve la diferencia? «Rule» no tiene nada en común con la ley (en el sentido de las leyes comúnmente reconocidas), sino con las decisiones que toma el que rige. Se puede señalar también que la palabra «rule» tiene la misma raíz con «ruler» uno de los significados de que es «regla, instrumento para medir y trazar líneas rectas». Resulta que, conforme a su concepto de «reglas», Occidente quisiera formar una línea de todos, ponerlos en una fila partiendo de su visión.

Reflexionando de las tradiciones lingüísticas о conceptuales y sentimientos de diversos pueblos, sería oportuno recordar cómo Occidente justifica la expansión de la OTAN hacia Este, hacia las fronteras de Rusia. Cuando recordamos de promesas que se daban a la Unión Soviética de que esto no pasará nos responden que fueron promesas verbales, no hubo documentos firmados. En Rusia existe una antigua tradición: cerrar acuerdos con un apretón de manos, sin firmar documentos, y cumplirlos rigurosamente. Es poco probable que esta tradición se arraigue en Occidente.

Entre los esfuerzos por suplantar el derecho internacional por unas “reglas” occidentales figura la peligrosísima tendencia a revisar la historia y los resultados de la II Guerra Mundial, los fallos del Tribunal de Núremberg, fundamento del ordenamiento mundial contemporáneo.

Occidente se niega a apoyar en la ONU la resolución rusa sobre la inadmisibilidad de la glorificación del nazismo, rechaza nuestras propuestas de censurar el desmantelamiento a los libertadores de Europa. Se pretende echar al olvido también los acontecimientos cruciales del periodo de postguerra, tales como la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales aprobada en 1960 por la ONU y promovida por nuestro país. Las antiguas potencias coloniales se empeñan en borrar la memoria de ello, suplantándola por unas ceremonias inventadas precipitadamente, como ponerse de rodillas momentos antes del inicio de las competiciones deportivas, deseando desviar la atención de su responsabilidad histórica por los crímenes del colonialismo.

“Orden basado en reglas” es un palmario ejemplo de doble rasero. Cuando es conveniente, se reconoce como una “regla” absoluta el derecho de los pueblos a la autodeterminación. Valgan como ejemplos las islas Malvinas situadas a 12 mil kilómetros de Gran Bretaña, las antiguas colonias de Paris y Londres que, pese a las numerosas resoluciones de la ONU y de la Corte Internacional, estas capitales no se proponen liberar, así como el “independiente” Kosovo, contrariamente a la correspondiente resolución del CS de la ONU. Pero cuando el principio de autodeterminación contradice los intereses geopolíticos de Occidentes, como en el caso de Crimea, cuando sus habitantes expresaron libremente su voluntad de reunificarse con Rusia, lo echan al olvido y censuran airadamente la libre elección de la gente, castigándola con sanciones.

La concepción de las “reglas” se manifiesta no sólo en los atentados contra el derecho internacional, sino también contra la propia naturaleza del ser humano. En los colegios de varios países occidentales, los programas docentes afirman que Jesucristo era bisexual. Los intentos de los políticos sensatos de proteger a los niños de la propaganda agresiva de LGBT topan con las agresivas protestas en la “Europa instruida”. Se arremete contra los fundamentos de todas religiones mundiales, contra el código genético de las civilizaciones clave del planeta. EE. UU. encabeza la expresa intromisión del Estado en los asuntos de la Iglesia, procurando expresamente la escisión en el seno del cristianismo ortodoxo mundial cuyos valores constituyen un fuerte óbice espiritual para la concepción liberal de libertinaje ilimitado.

Es extraordinaria la tenacidad e incluso la testarudez con que Occidente va imponiendo sus “reglas”. Claro, hay consideraciones políticas internas que se reducen a la necesidad de mostrarles a los electores la “dureza” con respecto a los “adversarios autoritarios” de cara los ciclos electorales de turno (en EE. UU. se suceden cada dos años, el tiempo apremia).

La consigna “libertad, igualdad, hermandad” también surgió en Occidente. No sé, a decir verdad, en qué grado es políticamente cortés (en relación con los “géneros”) usar ahora en Europa el término “hermandad”, pero hasta ahora nadie se ha opuesto a la “igualdad”. Al pregonar la igualdad y la democracia dentro de los Estados, exigiendo que otros sigan su ejemplo, Occidente, como se ha dicho antes, se niega categóricamente a discutir las formas de garantizar igualdad y democracia en los asuntos internacionales.

Tal postura es expresamente ajena a los ideales de la libertad. Más allá de la percepción de su propia supremacía, rezuma la debilidad, el temor a entablar una conversación franca no con aquellos que sólo repiten las opiniones de sus superiores, sino con los opositores que profesan otras convicciones y valores: no las ultraliberales ni neocones sino recibidas desde la cuna, heredadas de muchas generaciones de los antepasados, de sus tradiciones y religión.

Es mucho más difícil aceptar la competitividad de las ideas sobre la evolución del mundo que inventar recetas para toda la Humanidad en un cónclave cerrado (donde no hay debates fundamentales y difícilmente se llegue a la verdad). Pero el logro del consenso en los foros universales hace los acuerdos mucho más seguros, estables y objetivamente verificables.

Las elites occidentales, poseídas por el complejo de la exclusividad, con dificultad toman conciencia de este irrefutable hecho. Como ya hemos señalado, inmediatamente después de la cumbre Putin-Biden en Ginebra los líderes de la UE y la OTAN se apresuraron a declarar que sus posturas respecto a Rusia no habían cambiado. Más aún, están preparados para el sucesivo empeoramiento de las relaciones con Moscú.

Cabe indicar que la política de la Unión Europea es determinada siempre más frecuentemente por una agresiva minoría rusófoba, lo que se confirmó con meridiana claridad en la cumbre de la UE en Bruselas (24-25 de junio) donde se discutieron las perspectivas de las relaciones con Rusia. La iniciativa de convocar una cumbre con Putin, adelantada por Merkel y Macron, fue sepultada apenas nació. Los analistas indican que al celebrar la cumbre ruso-estadounidense en Ginebra, EE. UU. dio luz verde a esta iniciativa, pero los emisarios de las repúblicas bálticas y de Polonia atajaron la iniciativa de Berlín y Paris, mientras los embajadores de Alemania y Francia fueron citados al MAE de Ucrania para dar explicaciones sobre la misma. Como resultado de las discusiones en Bruselas, a la Comisión Europea y al Servicio de Acción Exterior de la UE se les encomendó diseñar nuevas sanciones contra Moscú. De momento, sin incriminarle algunos “pecados”. Simplemente, por si acaso. Siempre se podrá inventar algo.

Ni la OTAN ni la UE se proponen cambiar su política que busca someter otras regiones del mundo y proclaman una misión mesiánica global que se han arrogado. La Alianza del Atlántico Norte participa enérgicamente en la ejecución de la estrategia  estadounidense de “región del Índico y del Pacífico (con el evidente propósito de contener a China) que socava el papel protagónico de la ASEAN en la arquitectura abierta de cooperación Asia-Pacífico que se ha venido estructurando durante decenios. Por su parte, la Unión Europea confecciona programas de “aprovechamiento” de los espacios geopolíticos vecinos sin consultar mucho a los países invitados respecto al contenido de tales programas. Precisamente tal carácter tienen la “Asociación Oriental” y el recién aprobado programa de Bruselas hacia el Asia Central. Semejantes estrategias difieren de raíz de la política aplicada por las asociaciones integracionistas con participación de Rusia, tales como la CEI, la OTSC, la UEEA, la OCS que promueven las relaciones con sus socios extranjeros exclusivamente sobre principios de paridad previamente acordados.

Una arrogante actitud hacia otros miembros de la comunidad mundial sitúa Occidente al “lado incorrecto de la historia”.

Los países serios que respetan a sí mismos, jamás permitirán hablar consigo en el lenguaje de ultimátum, procurando exclusivamente un diálogo equitativo para tratar cualesquiera cuestiones.

En cuanto a Rusia, ya es hora de entender: finalmente se ha desvanecido la esperanza de hacer el juego con suma cero. Las interminables declaraciones de las capitales occidentales sobre su voluntad de normalizar las relaciones con Moscú, si se arrepiente y cambia de actitud, han perdido todo sentido, y el hecho de que muchos, por inercia, continúen planteándonos demandas unilaterales, no honra su capacidad de evaluar adecuadamente lo que está sucediendo.

El curso del desarrollo independiente y autónomo, la protección de los intereses nacionales, pero con la disposición para negociar con socios externos en pie de igualdad, ha sido durante mucho tiempo la base de todos los documentos doctrinales de la Federación de Rusia en los ámbitos de la política exterior, la seguridad nacional y la defensa. Sin embargo, a juzgar por las acciones prácticas de Occidente en los últimos años (incluida la reacción histérica a la defensa de Moscú de los derechos de los rusos después del sangriento golpe de Estado en Ucrania en 2014, apoyado por EE. UU., la OTAN y la UE), todos ellos, al parecer, pensaron que todo esto no era muy grave. Dijeron: Rusia ha proclamado sus principios, está bien, pero a nosotros eso no nos importa nada. Simplemente hace falta presionar más sobre los intereses de las élites, aumentar las sanciones financieras personales y sectoriales, y Moscú volverá en sí, entenderá que sin «cambiar de actitud» (es decir, sin obedecer al Occidente) experimentará dificultades cada vez más profundas en su desarrollo. E incluso cuando dijimos claramente que percibíamos esta línea de Estados Unidos y Europa como una nueva realidad y, por lo tanto, construiríamos nuestro trabajo en la economía y otros ámbitos partiendo de la inadmisibilidad de depender de socios poco confiables, continuaron creyendo que Moscú eventualmente «cambiaría de opinión» y, en aras de las ganancias materiales, haría las concesiones que se le exigían. Permítanme enfatizar una vez más lo que el presidente Vladímir Putin ha dicho repetidamente: no ha habido ni habrá concesiones unilaterales, como a finales de los noventa. Si desean cooperar, devolver sus ganancias perdidas y su reputación comercial, siéntense y acuerden los pasos que deben tomar para el acercamiento mutuo en busca de soluciones y compromisos justos.

Es de fundamental importancia que en Occidente comprendan que tal visión está firmemente arraigada en la mente del pueblo ruso y refleja las opiniones de la abrumadora mayoría de ciudadanos de Rusia. Los opositores «irreconciliables» del gobierno ruso, por los que Occidente está apostando, y que ven todos los problemas de Rusia en el «antioccidentalismo» exigiendo concesiones unilaterales para levantar las sanciones y obtener algunos hipotéticos beneficios materiales, representan un segmento absolutamente marginal de nuestra sociedad. En una rueda de prensa en Ginebra, el pasado 16 de junio, Vladímir Putin explicó claramente qué objetivos perseguía el apoyo de Occidente a estos círculos marginales.

Ellos van en contra de la continuidad histórica del pueblo, que siempre, especialmente en tiempos difíciles, ha destacado por su madurez, su sentido de autorrespeto, dignidad y orgullo nacional, la capacidad de pensar por su propia iniciativa, sin dejar de estar abierto al resto del mundo sobre una base igualitaria y mutuamente beneficiosa. Y precisamente estas cualidades de los ciudadanos de Rusia, después de la confusión y vacilación de la década de los 1990, se convirtieron en la base del concepto de política exterior rusa en el siglo XXI. Los rusos saben evaluar las acciones de sus líderes por sí mismos, sin la necesidad de recibir sugerencias del exterior.

En cuanto a las perspectivas del desarrollo de la situación en el escenario internacional, pues, por supuesto, siempre ha habido y habrá líderes, pero deben confirmar su autoridad, ofrecer ideas, llevar tras sí por la fuerza de la persuasión y no por ultimátum. Una plataforma natural para el desarrollo de acuerdos generalmente aceptables es, en particular, el “Grupo de los Veinte”, que une las antiguas y nuevas economías líderes, incluidos tanto el G7, como los países del BRICS y sus aliados. Un poderoso potencial de consolidación reside en la iniciativa rusa de formar la Gran Asociación Euroasiática mediante la combinación de esfuerzos de todos los países y organizaciones del continente. Para una conversación honesta sobre los problemas clave de la estabilidad global, el presidente Vladímir Putin propuso convocar una cumbre de los líderes de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, quienes tienen la responsabilidad especial de mantener la paz y la estabilidad internacionales en el planeta.

Entre las tareas de democratizar las relaciones internacionales y establecer las realidades de un orden mundial policéntrico está la reforma del Consejo de Seguridad de la ONU, que debe fortalecerse a expensas de los países de Asia, África y América Latina, poniendo fin a la sobrerrepresentación anómala de Occidente en este organismo fundamental de las Naciones Unidas.

Independientemente de las ambiciones y amenazas de nadie, nuestro país continuará con una política exterior soberana e independiente y, al mismo tiempo, siempre promoverá una agenda unificadora en los asuntos internacionales, basada en las realidades de la diversidad cultural y civilizacional del mundo moderno. La confrontación, sea cual sea la motivación, no es nuestra elección. Vladímir Putin, en su artículo «Estar abierto a pesar del pasado» del pasado 22 de junio, enfatizó: «Simplemente no podemos permitirnos llevar la carga de malentendidos, quejas, conflictos y errores pasados», y exhortó a garantizar la seguridad sin líneas divisorias, un espacio de cooperación equitativa y desarrollo universal. Este enfoque está predeterminado por la historia milenaria de Rusia y responde plenamente a los desafíos del momento actual en su desarrollo. Continuaremos promoviendo la creación de una cultura de comunicación interestatal que se base en los más altos valores de la justicia y permita que tanto los países grandes como los pequeños se desarrollen de manera pacífica y libre. Siempre permanecemos abiertos a un diálogo honesto con todos los que muestren una disposición recíproca para encontrar un equilibrio de intereses, sobre una base sólida e inquebrantable del derecho internacional. Éstas son nuestras reglas.