En una reciente decisión que podría tener repercusiones institucionales, la Comisión de Constitución del Congreso ha declarado que la Contraloría General no tiene atribuciones para aplicar sanciones a congresistas que entreguen información errónea o incompleta en sus declaraciones juradas. Aunque la presentación de estos documentos sigue siendo obligatoria, cualquier evaluación sobre su veracidad y consecuencias deberá ser manejada internamente por el Legislativo.
Este criterio se basa en un informe firmado por el presidente de dicha comisión, Fernando Rospigliosi, quien afirma que la sanción a parlamentarios no está contemplada dentro de las competencias legales de la Contraloría. El texto sostiene que únicamente el Congreso, en el marco de su reglamento interno y autonomía constitucional, puede decidir si existe falta y cómo sancionarla.
La interpretación ha sido recibida con cautela por sectores que advierten sobre el debilitamiento de los mecanismos externos de control. Para algunos analistas, esta posición podría interpretarse como un blindaje frente a eventuales responsabilidades éticas o legales, en un contexto donde la confianza ciudadana en las instituciones políticas es frágil.
Además, esta resolución se produce en un momento donde otros temas vinculados a la transparencia del Congreso están bajo la lupa, como las investigaciones sobre firmas falsas en partidos políticos o las discusiones en torno al rol del primer ministro. La coincidencia temporal ha generado suspicacias sobre las prioridades del Legislativo.
El Congreso traza así una línea clara en defensa de su autonomía, pero lo hace en una zona sensible: el control de la ética y la rendición de cuentas. El debate queda abierto sobre si esta autorregulación fortalece la institucionalidad o debilita la supervisión ciudadana y estatal sobre quienes hacen las leyes.