Una noche de fina garúa limeña, abrigado exageradamente, con las manos en los bolsillos de la casaca, con la capucha encajada en mi cabeza, escuchando “Me equivocaría otra vez” de Fito & Fitipaldis en mi Spotify y con ganas de llegar pronto a casa, caminaba con la mirada al piso por Angamos con Aviación. Las luces de los autos dejaban ver las minúsculas gotas que habían empapado las pistas. Los anuncios publicitarios se reflejaban en la vereda mojada y la hacían lucir multicolor. De pronto, involuntariamente levanté la vista y pude notar al costado de la puerta principal del mall que queda en esa esquina, a una mujer de aproximadamente veinte o veintidós años. Tenía puesta una chompa roja. Colgaba, desde su cuello hasta su cintura, un pequeño equipo de sonido. En la mano izquierda llevaba un bastón blanco, propio de los invidentes y en la derecha, una bolsa de caramelos que vendía mientras bailaba al ritmo de su aparato musical. Me acerqué a ella y le pregunté ¿cuál es tu nombre? Sara, me respondió, ¿cuánto cuestan tus dulces? Inmediatamente me contestó, dos por cincuenta y cinco por un Sol. Dame diez, le dije, lo que ella agradeció con una sonrisa.
En mi cabeza, por esos tontos prejuicios que nos formamos a lo largo de la vida, no encontraba explicación a su alegría, al estar parada en esa esquina mojándose y soportando este frío invierno. Simplemente, no podía entenderlo. No pude resistir la tentación de hacerle algunas preguntas como, por ejemplo, hasta qué hora se quedaría en esa esquina a merced de la garúa, o cómo haría para ir a su casa luego. Ella, sin perder la sonrisa dibujada en su rostro, me contestó, es lindo estar aquí respirando este olor a lluvia. Vivo cerca, así que puedo quedarme un rato más. Joven, me dijo con voz alegre, disfrute de la lluvia, disfrute de las pequeñas cosas que nos da la vida.
Esa noche, ya en mi casa solo, me quedé pensando en esa breve conversación y a pesar de que intentaba dormir, las palabras de esa chiquilla resonaban en mi cabeza una y otra vez. Nunca en mi vida me habían dado una lección tan grande en tan solo unos segundos. Qué fácil resulta para todos nosotros andar por la vida quejándonos por cualquier motivo. Del frío, del calor, del tráfico, de todo. Esa mujer era ciega. Nació así. Nunca pudo ver el rostro de su madre, el color de una flor. Nunca pudo ver la inmensidad del mar. Sara aprendió a ver de una forma distinta. Aprendió a valorar las pequeñas cosas, como esas gotas de lluvia sobre su cara, la suavidad de sus sábanas al acostarse, la inigualable sensación de una ducha tibia cayendo sobre su piel, el aroma de un café, el gozo que produce una sopa caliente en una noche fría y tantos detalles que vivimos día a día y que simplemente no apreciamos, los dejamos pasar. Andamos distraídos en nimiedades, con la cabeza metida en el móvil mientras estamos despiertos, dejando de valorar las cosas que realmente nos harían felices. Preferimos recluirnos en nuestro mundo en vez de pasar tiempo con los nuestros. Visitar a mamá, decirle cuánto la queremos. Hablar con nuestros hijos todo el tiempo que sea posible. Leer un buen libro, ver una puesta de sol o un amanecer, salir a caminar, disfrutar de la música que nos gusta, conversar con los amigos sin celular de por medio.
No hay duda, después de esa noche, me he dado cuenta de que el ciego era yo.