El Abuelo Quijote

Por Gonzalo Carpio

Los pocos rayos de luz que le quedan a la tarde, dejan ver al abuelo sentado al pie de la ventana en una vieja silla mecedora. Lleva el cuello de la camisa perfectamente almidonado, que recibe el nudo Windsor de su corbata gastada por el uso, una manta a cuadrille sobre sus delgadas piernas y sus pies calzando unas pantuflas. Sus manos temblorosas sostienen una vieja edición del Quijote que le entrega sus aventuras a través de los gruesos cristales de sus gafas. Por ratos, hace una pausa en la lectura y queda pensativo, con la mirada perdida en el sol que se oculta. Quizás recordando a su Dulcinea, su compañera de toda la vida, su único amor, que ya lo había dejado hace más de una década tras una larga y penosa enfermedad. O quizás recordando al que fuera su Sancho, fiel escudero y viejo amigo de infancia con el que compartió miles de aventuras, quien lo acompañó por casi ochenta años y que acababa de partir víctima de un mal incurable.

Los molinos del tiempo lo están venciendo también. Las fuerzas ya no le alcanzan para luchar contra ellos. Sin embargo, como digno caballero hidalgo, no da su brazo a torcer y a pesar de los males propios de la edad que lo aquejan, todos los días se levanta, agradece a un Dios en el que cree firmemente y comienza un día más tratando de vencer a esos gigantes imaginarios: el temblor en sus piernas y sus brazos. A pesar de ellos, maneja con destreza su andador de aluminio, cuyo sonido al ser apoyado sobre el piso, emula el galope de Rocinante que va presto a librar una nueva batalla, esta vez contra el tiempo y la soledad.

Este viejo Quijote, que a diferencia del de Cervantes fue en su juventud profesor de literatura, ha quedado solo, por lo que decidió internarse en una casa de reposo que él mismo sustenta con su ínfima pensión y que por aquellas cosas de la vida, queda ubicada en la calle de La Mancha, en su ciudad natal. Pasa los días divididos en dos. En las mañanas y por su vocación de enseñar, relata a sus compañeros novelas clásicas que ha leído a lo largo de su vida, entre ellas por supuesto, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. La memoria infinita del Abuelo le permite hacerlo con lujo de detalles. Es como si las estuviera leyendo en ese momento. Los ojos le brillan de emoción y sus compañeros contagiados de ella, gozan con los relatos. La expresión de su rostro es distinta por las mañanas. Se le puede ver feliz. Y como no estarlo, si de alguna manera vuelve a hacer lo que hizo durante casi 50 años. Aunque esta vez sus alumnos no son niños, o quizá sí, pero de avanzada edad. En las tardes luego del almuerzo, tras las decenas de pastillas que debe tomar para combatir las enfermedades que lo acompañan en esta etapa de su vida, se da una pequeña siesta, para luego salir acompañado de su Rocinante de aluminio a pasear por el pequeño jardín que hay en la parte trasera de la casa. Contempla las flores al tiempo que quita sus pétalos marchitos y les habla con la naturalidad de quien conversa con ellas. Al mismo tiempo, lanza bolitas de pan hechas con las migajas que ha guardado en el almuerzo para dar de comer a las aves, que agradecen el gesto con su canto. Terminada la tarea, retrocede sobre sus pasos, da la vuelta y enfila a Rocinante hacia el retorno, para ir a postrarse en la vieja mecedora al pie de la ventana, tomar El Quijote, su libro sagrado, y empezar el ritual de lectura y recuerdos.

Así pasa sus días el Abuelo Quijote, esperando el momento en que le tocará partir. Se siente solo, a pesar de la compañía de otros ancianos en la casa de reposo. Solo sin su Dulcinea, solo sin su Sancho, recordándolos y añorando poder reunirse con ellos uno de estos días.