La figura de Carmen Ollé es la de una escritora poliédrica que reinventa su arte a partir de la ruptura de los géneros literarios. Nadie podría dudar de que su Noches de adrenalina abrió un derrotero en la poesía peruana. Nadie podría dudar, tampoco, de que su trabajo en la narrativa ha brindado algunos textos brillantes en los que conjuga sus experiencias personales con la imaginación como Retrato de mujer sin familia ante una copa. Sin embargo, es en Destino: vagabunda (Peisa, 2023), libro que acaba de publicar, que Ollé elige cambiar la ficción y la poesía por el rastreo de su propia memoria. Se trata de un viaje al desván de sus recuerdos.
Como una lectora recurrente de memorias que es Ollé, y acostumbrada a romper con los rigores academicistas, nos expone, en su primer capítulo, su teoría de la memoria como artefacto artístico. Recoge una serie de textos que funcionan como muestrario de lo que para ella supone un libro de este tipo: un viaje que no tiene destino fijo. Por ello, este capítulo inicial es de vital importancia porque la escritora nos explica que el libro no se restringirá a una linealidad cansina, sino que será una travesía elíptica, de avance y retroceso al mismo tiempo, en el que el pasado ha sucedido y está por suceder. Suelo fértil para el trabajo de reconstrucción, las memorias de Ollé vuelcan todas aquellas experiencias que la formaron desde su juventud en la literatura, en los amores, a veces turbulentos, en sus decepciones, en sus altibajos emocionales y en aquellos momentos de placer intelectual y físico que narra con bastante solvencia y en los que alcanza instantes de mucha intensidad.
Después, en los capítulos subsiguientes, la autora nos introduce en el tema que juzgo central en este libro: la persistencia del pasado en el presente. El desentrañamiento de sus años juveniles, de su época universitaria, de sus días como profesora de La Cantuta y de su famoso matrimonio con Enrique Verástegui, además de sus viajes al extranjero, de su paso por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Su vida nos es narrada con una prosa reflexiva y escueta, que no rebaja la anécdota a una mera explicación. Esto no supone que la prosa sea árida; antes bien, se trata de un trabajo inteligente, en el que la autora ha sabido disponer los elementos con precisión. No obstante, en el libro circunda una repetición de ciertos pasajes que llegan a aturdir, cuando no a abrumar.
En Destino: vagabunda, el libro no es solo el aparato que contiene las palabras: es el teatro en el que la escritora hace actuar a los fantasmas de su memoria, los muestra como ella los ha recordado. De este modo, Ollé nos explica con lujo de detalles varios pasajes de su existencia e, incluso, el aroma que recuerda de uno de sus amores juveniles. También nos depara un encuentro con aquellos autores desarraigados que ella tanto admira: Rimbaud, Genet y su obsesión por una novela de Guzel Yájina que, nos dice, leyó tres veces seguidas.
El texto, sin embargo, no se agota en el recuerdo lejano. A eso se contrapone el presente más cercano: aquel en el que la escritora ha padecido los embates de la pandemia, no por contagio sino por su tendencia a la observación y la reflexión, es decir, el tiempo que ella se ha tomado para reflexionar al respecto. Además, dos elementos enriquecen sobremanera el texto de Carmen Ollé: el recuento de sus lecturas y cómo era el momento en que tenía entre manos tal o cual libro, y la aparición de una serie de personajes de la literatura peruana que ahora pertenecen a nuestro canon, como Pilar Dughi o Miguel Gutiérrez, o incluso el mismo Verástegui, o la entrañable amistad que cultivó con Esther Castañeda.
Pocos libros, como este de Ollé, reivindican la memoria desde un silencio tenaz y elocuente, sin exageraciones ni parafernalias que busquen la exposición mediática. Es, en ese sentido, un texto que nos permite ingresar al mundo privado de una de las escritoras vivas más importante del país.