Bélgorod. Cómo perciben la tirantez internacional los rusos que viven en la frontera con Ucrania
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La crisis internacional relacionada con los pronósticos de la escalada de tensiones en la frontera ruso-ucraniana no ha influido de ninguna manera en la vida de los rusos residentes en las zonas fronterizas, de lo que se han cerciorado los corresponsales de Kommersant al visitar varios puestos de control en los caminos conducentes a Járkov y los poblados vecinos. Los trámites para cruzar la frontera no se han hecho más complicados, no ha aumentado el número de militares, mientras los vecinos más a menudo ven lobos que a militares.
El puesto de control fronterizo Nejotéievka está situado en la autopista de cuatro vías Bélgorod-Járkov. Es uno de los mayores puestos de control en la frontera ruso-ucraniana, pero ahora aquí hay poca gente, igual que todos los años últimos. La distancia hasta Bélgorod y hasta Járkov es igual: 40 kilómetros. La autovía bien cuidada, antaño muy popular entre los habitantes de amas ciudades, ahora de hecho está libre de tráfico. El tráfico es intenso sólo en corto tramo desde la frontera hasta varias gasolineras rusas. Grandes jeeps con matrículas ucranianas llenan allí los tanques y regresan a Ucrania.
“En Ucrania la gasolina es dos veces más cara”, explican a los reporteros de Kommersant en el parqueo más próximo situado en la parte rusa. Se alternan las matrículas rusas y ucranianas. No es difícil cruzar la frontera con el pasaporte ucraniano, por lo que el parqueo se ha convertido en punto de encuentro de los familiares. El conductor de Infiniti con matrícula ucraniana está cargando víveres a un Lada con matrícula rusa y comparte gustoso las impresiones: “Hemos cruzado la frontera sin problemas, los ucranianos casi no han mirado los documentos”.
Dos mujeres bajan de un Ford Focus con matrícula ucraniana. Una de ellas, Natalia, cuenta que lleva a su madre a casa, a Rusia. No ve ningunos cambios en el régimen de cruce de la frontera, no han aparecido nuevas exigencias. “Desde el comienzo de la pandemia exigen presentar motivos para entrar en Ucrania. Tengo un montón de xerocopias, incluido el certificado de nacimiento. Lo comprueban todo rápidamente”. Según Natalia, ni ella ni sus amigos en Járkov perciben algún agravamiento de la situación política: “En nuestra ciudad todo está tranquilo. La gente se ocupa de sus quehaceres. Aquí hay siete camiones esperando entrar en Ucrania, mientras que en Ucrania la cola de camiones para entrar en Rusia se prolonga por unos tres kilómetros. Todos trabajan, igual que antes”. Al despedirse, Natalia agrega: “Por la noche, al ver la TV tengo ganas de dar una buena paliza a cuantos inventan estas patrañas. ¡Es demencial!”. Su madre asiente con la cabeza.
La cafetería Koleso (Rueda) está situada a unos doscientos metros del puesto de control fronterizo Nejotéievka. Aquí se reúnen los taxistas locales quienes proponen asistencia en el cruce de la frontera por 4 mil rublos. Pero en realidad su asistencia se reduce a que buscan a los ucranianos dispuestos a aceptar a compañeros de viaje por una parte de este importe. En presencia de los corresponsales de Kommersant con su ayuda una persona se las arregló para marcharse a Ucrania en cuestión de media hora. “Si va una mujer –comenta un taxista-, es más fácil resolver los documentos. Si no tiene familiares, se puede formalizar, digamos un documento, sellado por un establecimiento medico ucraniano, sobre la necesidad de pasar tratamiento en Ucrania. ¡Pero el certificado ha de ser autentico!”. El chofer prefirió no hablar sobre el transporte de hombres a través de la frontera.
Los guardias fronterizos rusos son parcos en palabras. «Para entrar en Ucrania, basta con tener pasaporte ucraniano o familiares”, dijo uno de ellos sin explicar los procedimientos para confirmar el parentesco.
En la provincia de Bélgorod, a lo largo de la frontera con Ucrania están situadas grandes capacidades de producción: granjas avícolas, granjas de cría de animales de leche, refinerías de azúcar. En los poblados huele a piensos combinados. En las inmediaciones de los comercios locales abundan los anuncios sobre los vacantes en las fábricas de pan, azúcar y otras producciones. En el interior de los comercios están colgados carteles verdes con el apellido y teléfono del comisionado del departamento de vigilancia de fronteras pidiendo “informar sobre vehículos y personas sospechosas”. En el poblado Arjánguelskoe, la vendedora Galina le cuenta a Kommersant: “Si suben a la colina, verán una valla fronteriza. Son menos de cinco kilómetros, pero no podrán hacerlo, pues la nieve llega hasta el cinturón”. Al facturar las compras, nos cuenta: “Mis parientes me llaman y preguntan si nuestra área hay tanque. Sí, claro, un mar de tanques – se ríe la mujer y explica.- No hemos visto ningunos tanques por aquí”.
En la cabeza de distrito Schebékino lo único que recuerda la frontera que está a siete kilómetros es el nombre de la calle de Járkov y el viejo horario en la terminal de autobuses en que aparecen dos viajes a Járkov, en total, ocho viajes a la semana. “Hace ya unos cinco años que no hay viajes a Járkov, no cambia nada”, cuenta la cajera. En el centro comercial local hay poca gente, por lo cual nos ofrecen en seguida las bebidas de las provincias sureñas”. “Miren este vino efervescente nos lo traen desde Crimea que ahora forma parte de Rusia – nos cuenta la vendedora Svetalana. – Aquí hay una tranquilidad absoluta. Desde hace tiempo que no he visto a los uniformados. La proximidad de la frontera no infunde ningún miedo. ¿Quién nos va a atacar? Ni nosotros tampoco. Así que no tengan miedo, mejor cómprense este vinito semiseco”.
Los carteles sobre la entrada en la zona fronteriza aparecen en muchos poblados. Pero los corresponsales de Kommersant no vieron ni una patrulla militar, ni siquiera en el poblado Terézovka, situado a menos de un kilómetro de la frontera.
En el poblado Meshkovoe un hombre que paseaba con su perro aseveró que “los ucranianos no se asoman, los guardias fronterizos aparecen de vez en cuando”. En las calles del poblado no se ven habitantes, solo niños jugando en la nieve junto a la escuela local. Al lado, en un edificio semiabandonado se encuentra una sucursal del Sberbank que ocupa varios negociados con vidrios intactos. “Desde hace tiempo que aquí está tranquilo, sobre todo en invierno – cuenta Helena que lleva puestos un chal y una bufanda simultáneamente. – Solo en la escuela y en la casa de cultura hay empleo. A algunas el autobús las lleva a la granja de cerdos”. Según Helena, en el poblado no hablan de la política. “¿Y en las grandes ciudades qué dicen? ¿Que los tanques deben estar aquí? Desde luego. Sucede que se acercan lobos a la aldea. Tendrán hambre en invierno. No hemos visto a nadie más por ahí”.
Para ver a los militares, uno tiene que viajar hacia la cabeza de distrito Valuiki, donde hace ya varios años se acantonaron varias unidades. Tampoco han abandonado sus áreas de emplazamiento los militares de otras zonas fronterizas, por ejemplo, en Ostrogozhsk, provincia de Vorónezh. “¿Todo tranquilo en su trabajo? – le preguntó Kommersant a un cabo contratado que llenaba su turismo con gasolina en la salida de Ostrogozhsk.- Sin problemas, no hay necesidad de acaparar carne enlatada”.
Oleg Mujin, Andréi Tsvetkov, Bélgorod